ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de la serie

¿Era menester cerrar la transmisión de la serie con un cartel que subrayara la huella indeleble de María Félix en la cultura mexicana, en términos enfáticos y rotundos? Se me ocurren dos explicaciones posibles. Una, que a los productores le asaltaran dudas acerca de la erosión de un mito establecido a consecuencia de las derivas de una industria cultural cada vez más partidaria del éxito efímero que, en gran medida, se debe a las prácticas del imperio mediático al que responde la propia producción, léase el combinado Televisa-Univisión. Otra, el temor a no haber dado en el blanco, o quedar por debajo de las expectativas, en el apresamiento artístico del mito.

A los telespectadores debió bastarles con la frase dicha en los últimos minutos por María, en torno a la imposibilidad de vivir más de una vida, como a ella le hubiera gustado. Ciertamente, la intensidad de su existencia, las polémicas que levantó a su paso, la verticalidad de actitudes y posicionamientos, y la dicotomía entre fama, dinero y talento y sufrimiento interior, determinaron un derrotero nada fácil de juzgar a cara y cruz. Ese fue el riesgo supremo que encaró la responsable de la producción de María Félix, la Doña, Carmen Armendáriz, sí, una de las hijas de otra figura mítica, Pedro Armendáriz. Mujer con oficio y maña, por sus trabajos para Televisa y Teleazteca, Carmen estaba consciente de que un relato biográfico en ocho episodios, con la pretensión de ser el botón insignia de la plataforma streaming estrenada por Televisa y Univisión, tenía que ser inobjetablemente convencional para ganar adeptos y evitar especulaciones.

Poco favorecida en la programación de la tv Cubana –de soslayo, los sábados después del NTV, por el Canal Educativo y contra la marea telenovelera brasileña–, María Félix, la Doña llegó a nosotros con el sabor agridulce de una realización mediana, en la que poco sobra pero mucho falta.

Más que los aportes de María Félix (1914-2002) a la edad de oro del cine mexicano, por la singularidad y reciedumbre con que representó a la Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos, y a las protagonistas de Enamorada, Belleza maldita, La diosa arrodillada, Río Escondido y unas cuantas perlas más, la serie biográfica se decanta por la forja de un carácter y la batalla por hacer coincidir los perfiles públicos e íntimos de su trayectoria, lo cual la llevó a desgajamientos y quiebres inevitables, como quien sostiene que no hay gozo sin sufrimiento.

El primer grave problema pasa por calibrar si las actrices que asumieron el papel de La Doña fueron capaces de cumplir con el empeño. Una muy joven Abril Vergara para los años iniciáticos, palidece; menos convincente aún, la de los años de consagración, una Ximena Romo esquemática en gestos y palabras; mucho más ajustada, pese a desventajas físicas, la última María, la interpretada por Sandra Echeverría, creíble en los parlamentos demoledores, y por momentos cínicos, que alimentaron el mito, y estoica en la recta final de su vida.

Como meros satélites, por falta de prospección en el guion y liviandad en la caracterización, pasaron con más penas que glorias personajes claves en la biografía de María: el Jorge Negrete de Mauricio Salas, el Agustín Lara de Rodrigo Magaña, la Dolores del Río de Elsa Ortiz, el Diego Rivera de Enoc Leaño, y la Frida Kahlo de Ximena Ayala.

Los guionistas y la dirección de actores consiguieron mayor asiento en la representación del amor crepuscular de La Doña, el Alex Berger asumido por Marius Biegai –lo que no sucedió con el desencuentro del actor Jorge Lan con el carácter del pintor Antoine Tzapoff, la última pareja–, y sobre todo con el dibujo de dos personajes decisivos en la saga de la actriz: Ernesto Alonso, uno de los imprescindibles de la producción televisual mexicana del siglo XX (meritoria labor de Iker Madrid), y Enrique Álvarez Félix, su hijo (encomiable la sobriedad de Gerardo Miranda), fallecido antes que ella, de un infarto cardiaco.

Dicho no de paso, sino para incentivar la curiosidad de los televidentes lectores, no vendría mal rescatar de las estanterías de las bibliotecas la novela de Carlos Fuentes, Zona sagrada. La relación entre La Doña y su hijo se refleja en toda su compleja intensidad en las páginas del gran novelista mexicano; aunque ni él ni ella, ni Enrique en su tiempo, se hayan dado por enterados.

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