
Un repaso a las publicaciones generadas en torno a la proyección en Gran Bretaña, Estados Unidos y algunos países latinoamericanos de la miniserie Madre padre hijo (bbc, 2019), permite observar cómo destaca el estrellato del protagonista, por la migración inédita del actor al medio televisivo.
Casi ninguna reseña se detiene en analizar la correspondencia entre fama y nivel artístico. Gere arrastra, ciertamente, pero no convence; se mantiene en un plano monocorde, por debajo de los otros dos componentes del triángulo enunciado por el título: la madre, una Helen McCrory, gran dama del teatro inglés, quien cerró con Kathryn su ciclo vital con una actuación meritoria; falleció lamentablemente en 2021, y el hijo, Caden, asumido por Billy Howle, quien desplegó una paleta dramática de altísimo vuelo en el papel del joven que sufre embolismo como consecuencia de su drogadicción y de un accidente de tránsito; personaje que a nivel físico evoluciona por diversos estadíos hasta su parcial recuperación.
Gere no fue más allá de poses y silencios, y eso que podía haber lucido bajo la piel de un magnate de los medios, que manipula la opinión pública y ejerce una determinante influencia en la cúpula del poder.
Solo un pequeño sector de la crítica se detuvo a desentrañar los entresijos de la propuesta que tiene que ver con la relación entre prensa y política. De un lado, en verdad, el argumento desarrollado por Torn Ron Smith inclina la balanza hacia el tratamiento del perfil sicológico de la tríada familiar, al seguir los hilos de la ruptura matrimonial, la pretensión paterna de convertir al hijo en un espejo de sí mismo, y los demonios desatados luego de la caída en desgracia, física y emocional, de Caden.
Esa zona de la serie funciona mucho mejor que la otra, aun cuando en uno de los episodios se pretenda, con linealidad espantosa, explicar el carácter del magnate Max, por la herencia dictatorial y deshumanizada de su padre. Ayuda a redondear el interés por la reconexión del hijo con los sentimientos el nexo que establece con la joven Orla (Niamh Algar), traumatizada a su paso por el ejército.
La incursión en la política pudo haber sido más penetrante, al margen y de que en el orden argumental, tratándose de Gran Bretaña, resulta difícil digerir el premierato de un musulmán en tiempos de islamofobia.
Sin embargo, lo que pareciera una exageración, en buena medida debido a la exposición escolástica del asunto dentro del tejido dramático, la influencia de un zar de los medios en la ascensión o caída de un liderazgo y su capacidad para corroer los más mínimos principios ciudadanos, se recorta sobre una situación real: el caso del empresario de origen australiano Rupert Murdoch, propietario de los tabloides británicos The Sun y The Times, y de la corporación Sky.
A los negocios turbios sobre los cuales incrementó en la segunda mitad del siglo pasado su imperio mediático, díganse la violación de leyes antimonopólicas y la opacidad del patrimonio producto de su derivación hacia paraísos fiscales, Murdoch enfrentó en 2012 el escándalo por las intervenciones telefónicas a autoridades y celebridades británicas, sobre las que ejerció chantaje.
De modo que cualquier parecido con las prácticas de Max padre y Finch hijo no son meras coincidencias. Como tampoco la caracterización de Angela Howard (Sarah Lancashire), la empresaria que lidera la oposición, cuyo lenguaje populista y su pertinaz demagogia, la acercan a la línea ultranacionalista y xenófoba que pretende imponer su dibujo en el actual mapa europeo.












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