
El mulato sabio, recio como una palma, de noble estampa, merecedor de decenas de distinciones a lo largo y ancho del mundo, nunca dejó de ser el muchachito que, mientras correteaba en los pasillos de la escuela pública número 9, o el Colegio de la Luz en Matanzas, fijaba en la memoria el canto rebelde congo que su abuela aprendió de los mambises.
Eso explica cómo Rogelio Martínez Furé siguió siendo el inquieto Agustín de los predios yumurinos, los de Simpson y La Marina, los de los arcanos yoruba y arará, los de los danzones de Faílde y los aires románticos de White, curtido en el fuego de la entrañable reyoyez, hasta empinarse como uno de los más extraordinarios guardianes, estudiosos y promotores de las culturas populares.
Con el advenimiento de la Revolución comenzaron a fraguarse sus sueños. Atrás quedó la idea de ejercer la abogacía, al inscribirse en el Seminario de Investigaciones Folclóricas, impartido por Argeliers León en el Teatro Nacional.
«Tanto Argeliers como el resto de los talentosos profesores que tuvimos –recuerda Miguel Barnet, condiscípulo suyo en aquellas lides– lo señalaron como el más dotado. Yo siempre admiré su devoción por los valores permanentes de la cultura popular cubana, porque su visión no era localista sino universal y proteica, como la del maestro que ambos veneramos, don Fernando Ortiz».
En 1962, con la fundación del Conjunto Folklórico Nacional, daría un definitivo salto. A partir de sus investigaciones y concepciones dramatúrgicas, la compañía desarrolló un repertorio básico, vigente hasta el sol de hoy, y seguramente en los muchos soles que sobrevendrán, en el que hay una variada muestra de las tradiciones insulares, no solo las de procedencia africana más directa (los ciclos congo, yoruba-iyesá, abakuá, la danza de los apalencados y los ritos a Oyá y Ochún), sino aquellas que dan cuenta de hibridaciones y mestizajes euroafricanos.
Nadie sabe cómo Rogelio se las arreglaba para asimilar tantos saberes. Fue pionero en la difusión editorial en Cuba de la poesía anónima africana; la colección Diwan de la poesía africana develó a muchos la riqueza y múltiples aristas de las expresiones líricas del continente –sostuvo con pasión y argumentos, como en su día lo hizo el martiniqués Aimé Cesaire, que era posible y necesario enhebrar los hilos conductores de tierras donde ni la dominación colonial ni la imposición de lenguas europeas impidieron el desarrollo de identidades bien delineadas–; con el Guiñol Nacional montó espectáculos folclóricos destinados al público infantil; animó, a solicitud de la Comisión José Antonio Aponte de la Uneac, a la que pertenecía, la Maka, tertulia en la que memoria y oralidad alcanzaron máxima plenitud; y junto a Sergio Vitier y otros excelentes músicos se enroló en el grupo Oru, una de las aventuras musicales más interesantes y menos estudiadas del siglo XX cubano.
Ese Rogelio múltiple fue reconocido como profeta en su tierra. Tres premios nacionales por la obra de la vida llegaron a él: Investigación Cultural, Danza y Literatura. Figura patriarcal, los más jóvenes y no tan jóvenes le dieron en vida un título familiar y nobiliario: Babá. Padre en lucumí. Padre que no abandona a los suyos, que a pesar de su muerte el último 10 de octubre, seguirá con la miel de sus cantos y el machete de cimarrón.












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James Early dijo:
1
12 de octubre de 2022
03:03:47
Francisco Rivero dijo:
2
12 de octubre de 2022
08:16:58
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