Miguel Barnet la encontró un 24 de septiembre en casa de don Fernando Ortiz, l y 27, Vedado, puesto que el sabio cubano celebró ese día el cumpleaños de aquella mujer diminuta que lo había acompañado para ilustrar conferencias sobre el poderoso legado africano, yoruba por más señas, presente en nuestra cultura.
No le fue difícil al poeta descifrar algo que ya sabía, la grandeza de Merceditas Valdés y hacerla –desde entonces– suya, amuleto imprescindible, para siempre, como la consideró su maestro, «la pequeña Aché».
Cien años después del advenimiento de Merceditas en un humilde hogar de Cayo Hueso, en el corazón de La Habana, valgan las palabras de Barnet que resumen la dimensión cultural y su aliento fundacional: «Todo empezó, desde luego, en los ilé ochas, o casas de santo, en los templos congos y luego de la mano del maestro de la etnología cubana en la radio, cuando casi nadie, y menos una joven mujer, se atrevía a develar los arcanos de los cultos de origen africano. Un gesto así no cabe en ningún discernimiento, pero sí en la ruta heroica de una gran artista. Merceditas satisfizo, entonces, los apetitos cotidianos de muchas personas que solo escuchaban estos cantos en las ceremonias religiosas. Ella los llevó como un tributo al público. Fue, en su momento, la cúspide de todos los anhelos populares. Y lo hizo con su delicada voz de akpwona excepcional, sin ostentación ni academicismo, sino como un impulso auténtico de su sensibilidad».
Marquemos algunos hitos fundamentales de su carrera: el temprano éxito cosechado en La corte suprema del arte, cuando exhibió sus dotes en la interpretación de Babalú, de Margarita Lecuona, y La negra Mercé, de Ernesto Lecuona; las presentaciones, en Radio Cadena Suaritos, del primer programa para difusión en vivo de los cantos litúrgicos de origen yoruba, con una orquesta liderada por Obdulio Morales, quien fue uno de sus mentores; y la grabación, en 1948, de los primeros discos con esos cantos, Ochún y Yemayá (P-1170) y Obatalá y Elegguá (P-1191), junto a Facundo Rivero –autor de Lacho, una de las más conmovedoras versiones de Merceditas– y Bienvenido León, para el sello Panart, arropada por el Coro Yoruba y un grupo de bataleros, encabezados por el venerable Trinidad Torregrosa, figura clave, como apunta la musicógrafa Rosa Marquetti, en la orientación de Merceditas: «Trinidad me enseñó el dialecto yoruba. Me dio un primer canto, dedicado a Yemayá, y 20 minutos para que lo aprendiera. Fue a ensayar y, cuando volvió, se lo repetí de memoria. Paulatinamente se entusiasmó y, con cada composición, me explicaba el significado del texto, su trascendencia histórica, así que en un periodo bastante corto logré dominar lo imprescindible del yoruba. No suavizábamos nada, ni permitíamos mixtificaciones de ningún tipo».
Mediante el maestro Torregrosa, don Fernando conoció a Merceditas, con lo que quedó sellada una relación de enorme trascendencia para la cultura cubana. El sabio, con Merceditas y los bataleros, irrumpió en el ámbito académico y no paró hasta conquistar los predios de la Universidad de La Habana. Miguel Barnet tuvo la iniciativa de rememorar, en 1986, ese hecho en el Alma Máter capitalina.
Merceditas transitó por otras zonas de la música y el espectáculo, desde Tropicana hasta el Carnegie Hall, pasando por la cuenca del Caribe. De afro a la guaracha y la rumba con el acento preciso y el gesto atinado –hay que escucharla en el Tasca tasca, de Los Papines, o en Devuélveme el coco– pero sin olvidar el cordón umbilical con los ancestros, deslumbrante en la serie Aché, cuatro álbumes que forman parte del tesoro de la Egrem.
«Colibrí perfumado» la llamó la poeta Nancy Morejón. De un siglo a otro el vuelo del colibrí alcanza alturas cenitales en su porte, en su voz.










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