ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de Feria, la luz más oscura.

¿Serie policial? ¿Thriller sicológico? ¿Relato fantástico sobre fenómenos paranormales? ¿Mero entretenimiento o metáfora sobre el pasado y la actualidad de la sociedad española? Cada una de estas lecturas, más bien entrecruzadas, se hicieron de la miniserie Feria, la luz más oscura, producida este mismo año por la compañía Filmax, y distribuida por la plataforma Netflix. Puede que a los telespectadores cubanos, que acaban de verla por Multivisión, les haya pasado algo por el estilo.

El argumento desarrollado por Agustín Martínez y Carlos Montero, ambos con horas de vuelo en la creación de ficciones fantásticas, nos coloca en una villa andaluza en el inicio de los años 90 del pasado siglo, dato verificable en la hoja de vida de los personajes, el vestuario y la utilización de música que estuvo de moda en esa época. La desaparición de una veintena de sus habitantes en el interior de una mina, maldita desde los años 70, pone sobre el tapete desde un principio dos opciones: de una parte, la comisión de un crimen o un suicidio colectivo; de otra, la emergencia (o, mejor dicho, la persistencia) de un hecho sobrenatural.

Para sazonar el drama, dos adolescentes, Eva y Sofía, son mal vistas por una comunidad que le echa en cara a sus padres, sobre todo a la madre, la responsabilidad de reflotar un suceso anterior de similar calibre acontecido unos tres lustros atrás.

La baza sociopolítica se halla justamente situada en los antecedentes. El abuelo de las muchachitas, Valentín, luchó contra el franquismo y quedó varado en las profundidades de la mina. El telespectador saca las mejores cuentas a la altura del cuarto episodio, filmado en blanco y negro, con un telón de boca donde se habla de los minutos finales del Caudillo y la mezcla de euforia e incertidumbre acerca de la llamada Transición.

Pero las cuentas se enredan cuando la indagación policial tras la muerte (o sacrificio o abducción, vaya a usted a saber) de la veintena de feriantes en los 90, desemboca en la madeja de un culto satánico, que rige los destinos individuales y colectivos de los habitantes de la villa, y contra el que ni la lógica ni la razón pueden. Es una luz oscura la del Culto de la Luz, es la construcción de un puzzle en el que todas las piezas conducen a un final apocalíptico, propiciada por la relación de amor-odio entre Elena (Marta Nieto) y su hija Sofía (Carla Campra), en la cual los efectos especiales, de atractiva geometría pop, inundan la pantalla doméstica a la espera de una nueva temporada en la que se supone que reine para siempre Yaldabaoth, el maligno. A esas alturas, lo policial y lo social se desinflaron, de modo que si se quiere entender la trama, al telespectador no le quedará más remedio que matricular un curso intensivo sobre los evangelios gnósticos.

Al margen de los guiños a producciones estadounidenses del corte de Stranger things o la poderosa imaginería del Guillermo del Toro de El espinazo del diablo y El laberinto del fauno –guiños no más, que no es para tanto–, lo más interesante pasa por los dramas íntimos de personajes secundarios en los que el miedo, la culpa y los prejuicios matizan la historia.

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