Si cabe una comparación con el atletismo, la serie El diablo los junta, que acaba de ocupar Tras la huella, vino a ser como una carrera de medio fondo: cuatro capítulos en los que hubo mayor espacio para desarrollar la trama, hacer algo más visibles los conflictos e intentar un equilibrio mejor balanceado entre protagonistas y antagonistas.
El tándem integrado por la directora Loisys Inclán y el guionista Charly García tuvo en cuenta la actualización de claves narrativas audiovisuales con las que se ha familiarizado el telespectador cubano, sin dejar de colocar en el horizonte los objetivos de un programa enfilado a destacar la permanente lucha contra el delito y por la seguridad ciudadana, de los combatientes del Ministerio del Interior, y de alertar acerca de condiciones y circunstancias que propician la violación de la legalidad.
Cierto que Tras la huella no tiene por qué copiar a otros policiacos en tanto refleja una realidad diferente y particular, pero cierto es también que los códigos –ritmo, estructuras, enlaces, elipsis, enfoques visuales– del género han sufrido cambios, y de lo que se trata es de discriminar y asimilar aquellos que se amoldan a nuestra perspectiva, como el montaje paralelo, la dinámica en la progresión del argumento y la fotografía que privilegió primeros planos y detalles.
¿Quiere esto decir que la distribución del seguimiento de las pesquisas y de los giros dramáticos enganchó por igual a los telespectadores en cada uno de los cuatro capítulos? Nada de eso. En el cuarto capítulo, que debía cerrar por todo lo alto, se desató un nudo a destiempo –revelar a mitad de episodio el reconocimiento del móvil vengativo de Rolando (Jorge Martínez en pleno dominio del oficio) al saber desde mucho antes que Everlandy no era su hijo, y la ironía trágica del asesinato de su verdadero padre– y se apeló a una fórmula reiterativa, sin menor interés para la audiencia, al reunir a las tres oficiales en el campo de tiro, a comentar lo que ya era agua pasada.
Los minutos finales no se ajustaron a la narrativa propuesta. Emotiva y pertinente, sí, la distinción al equipo de investigadores, y la visita a la institución política y cultural que enaltece la memoria del líder histórico de la Revolución. Pero, ¿no hubiera sido mucho más coherente insertarla en otro contexto para no quedar como un sobreañadido al desenlace de la miniserie?
La deuda mayor de El diablo los junta se localiza en la caracterización sicosocial de los delincuentes, en el tránsito de los puntos de partida a los de llegada. Por muy solventes que hayan sido las actuaciones de Andy Luis Copey y Flora Borrego –estos dos últimos jóvenes de indudable talento–, no se explica cómo Everlandy y Daniela llegaron a ser lo que fueron (cuidado con la dirección de actores, Roberto Espinosa nunca supo qué hacer con su Humberto). No hay que ser prolijo para penetrar en la esencia de un carácter; a Carlos Gonzalvo le bastó un adecuado manejo histriónico, a más de los datos aportados durante la investigación, para que su Daniel/Danilo alcanzara niveles de excelencia. Sin ser protagónico, fue una perla el paso de Hilario Peña, en las antípodas de la caricatura en el personaje alcohólico.
Otra deuda: la falta de dominio de los cliffhangers, un probado recurso que al cierre de cada episodio garantiza la cuota de suspenso indispensable para que el telespectador se inquiete por lo que va a pasar en el próximo. No basta con adelantar secuencias, por demás carentes de suficiente información, para atrapar la atención. Ni de caer en la torpeza de vender en los avances del tercer capítulo la conversación telefónica (¿esotérica?) entre Luis Ángel (Néstor Jiménez) y su hijo.
Volviendo al símil que utilicé al inicio de esta nota, El diablo los junta fue una carrera de medio fondo lejana del récord para la distancia, pero en la que al menos se advirtió voluntad por llegar con aire a la meta.












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Guille Martínez dijo:
1
9 de agosto de 2022
04:22:17
Rafael dijo:
2
9 de agosto de 2022
07:44:00
Juan dijo:
3
9 de agosto de 2022
15:20:33
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