No puedo detallar con exactitud cuándo fue el momento en que la poesía de Caridad Atencio (La Habana, 1963) dejó de agarrarse con uñas y dientes a cierta condición neutral del decir. Lo cierto es que desde hace quizá algo más de dos décadas, la señora no es la misma.
En 1996, la autora publicaba por el sello Pinos Nuevos un libro ruta, Los viles aislamientos, que fuera el inicio del encuentro de esta lectora con su obra.
Mucha poesía ha publicado desde entonces Caridad Atencio. Alguna más abierta a la conversación, al careo con una historia familiar en términos comunicativos directos. Otra no tanto. Aunque sí vuelvo a insistir en esa necesidad de expresión distinta que la capturó hace ya bastante; una rebeldía productiva que le ha dado a su discurso un peculiar encanto trágico.
Está claro, y ella lo hace claro, que quien escribe es mujer, madre, esposa e hija. Y también una poeta entera. No una justificación de lo intelectual detrás de las insistentes revelaciones sobre esas vidas que no quisimos, ni queremos, pero que igual se viven de manera ardua al interior. Y también hacia lo exterior, entrampadas esas visiones entre el amor en el daño y el daño en el amor.
Historia de un abrazo, publicado por Letras Cubanas, es la expresión más reciente de todo ese complejo sentir y un examen dedicado sobre el sopor y las resistencias del afecto. O más bien, sobre la torcedura e irresolución del lazo en los quereres de siempre, de sangre y de vida, que obligan y angustian, pero que no niegas, ni siquiera con la apenas silente humillación que la realidad impone y acomodas de manera velada, como bordando el trapo, para la mejor lírica.
Historia de un abrazo entra en otro trillo de la historia mayor de la poesía reciente de Caridad Atencio, con los protagonistas sobre la mesa y la tozudez manifiesta de una escritora que dispone un delineado defensivo y voluntarioso en un cuaderno que reconfigura el sitio de la madre, echando por tierra ciertos supuestos éticos sobre qué es noble o no sentir, y qué callar frente a las acciones y sentimientos del hijo. O la soledad, el dolor y la necesidad de crecimiento personal, siendo lo que eres, además, una madre. «Una función titánica olvidada, pero que nunca muere. Un futuro de asfixia, y de aire robado a voluntad».
He visto a varias lectoras de este libro estremecerse ante la autenticidad de tal abrazo, que no redime a nadie, ni siquiera a su autora, como jamás obra o libro alguno creo que lo haya hecho o pueda hacerlo, aunque muchos fantaseemos con la idea.
Como antes en Los viles aislamientos, el poema inicial del libro, a modo de presentación y en prosa, orienta los derroteros. Lo que sigue es una verificación de ese bordado en el que la palabra encaje, por ejemplo, empleada por la autora en varias ocasiones dentro del cuaderno, para expresar la forma en que se acerca formalmente a la oscuridad de la trama, no resulta solo un recurso poético más. Es toda una intención, una que suma, de preservar los instrumentos esenciales de una escritura que antes, durante y después de ese grito trunco o contenido, crece, impacta, por cómo expone y domina la naturaleza del sentimiento. Es decir, la poesía.
Quién dijo soy la madre. / Soy el hijo atormentado de mi hijo / que no encuentra las riendas / o se le enredan vibrantes en la mano. / O su mirada que apuntaba / a lo que no se veía. / Huesos como barrotes que no dejan / escapar la pena / Y mi cabello en sombra sobre el rostro / antes que cierre en blanco eternamente. / Cómo te llamabas decapitada? / Me comporto como un árbol que ha dado / y espera, lejos de la estación, / desde su rama seca al alimento. / Me has arrojado viva / como una cosa a mí, / hacia mis afectos maltratados. / Quién dijo soy la madre. / Sin saber que he sido herida / por mí misma, me defiendo / con un hacha en la mano.












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