La mirada de los habitantes de la isla a estas alturas del siglo XXI hace bien en posarse sobre las obras que pueblan el tercer piso del Edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes. La exposición El desgarramiento de la sinceridad permite (re)descubrir la altura y hondura de la creación de Antonia Eiriz (1929 -1995), mujer fascinante que figura entre las grandes protagonistas de las artes plásticas cubanas en la segunda mitad del siglo pasado.
Aunque se exhibe con una pretensión antológica, la muestra dista de apresar toda la intensidad del discurso visual de la artista. Buceando en los fondos del MNBA y en otras colecciones públicas y privadas del país y de amigos extranjeros, como la del diplomático peruano Guido Toro, el museólogo Roberto Cobas reunió 40 piezas que ofrecen una idea bastante aproximada de lo que representó Eiriz en su tiempo.
Al inaugurar la exposición, que estará abierta hasta el último día de febrero en el contexto de la 14 Bienal de La Habana, Jorge Fernández, director del MNBA, abundó al respecto: «Antonia no produjo tantas obras, comparadas con otros artistas que trabajaron en el mismo período; todavía quedan obras en colecciones dispersas por el mundo entero, pero creo que aquí tenemos una muestra representativa que realmente nos acerca a esa personalidad y a la fuerza que tuvo».
Tal fuerza comenzó a hacerse notar en la década de los 60. En medio de la eclosión creativa que siguió el triunfo revolucionario, de la democratización de los espacios culturales, y de la confluencia de muy variadas tendencias estéticas entre las que resaltó el expresionismo abstracto, ella amoldó su propio nicho –más expresionista que abstracto–, pasando por encima de la conexión que la empataba con lo que heredó de Fidelio y lo que asumió de Acosta León. La exposición Pinturas y ensamblajes, en Galería Habana, y la muestra del mes que le dedicó el MNBA en septiembre, señalaron el año 1964 como una catapulta para el reconocimiento definitivo de una artista que, hasta su muerte, no cesaría de crecer.
Cada uno de los exponentes de la actual exhibición merece disfrute y reflexión. Siempre he pensado que La anunciación (1964) hubiera despertado la envidia de Edward Munch o Emil Nolde por la veta expresionista presente en la composición de la obra, pero no se debe olvidar que Antonia era inequívocamente una criatura de esta parte del mundo, heredera de una disposición trágica como la que transmitió el uso radial de La guantanamera en la crónica de sucesos, ni que su pupila crítica había bebido de los caprichos goyescos, ni que en sus años de formación la paleta del Giotto dejó en ella una impronta perceptible, ni que, a fin de cuentas, vivía en un país donde a una modesta costurera le asistía el derecho de ser protagonista de una obra maestra.
También pienso el permanente estremecimiento que produce la contemplación de Una tribuna para la paz democrática (1968) -que no solo es la tela sino las sillas dispuestas ante la tribuna, con lo que prefigura una temprana vocación de instalación performática- cuando nos coloca frente a la complejidad ideoestética de una época de cambios. Hoy, la obra se entiende mucho mejor que en su día. Antonia Eiriz fue una adelantada.
Cobas resume el legado de la artista al decir: «Su ascendencia no conoce límites; su obra de calidad excepcional, creada sin concesiones, la convierte en una de las artistas más prominentes de Latinoamérica. Y su ejemplo sirve de guía a las más jóvenes generaciones de artistas que aún ven con emoción el impacto ético y estético de su perseverante e imponente obra plástica».












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