ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Ilustración Tomada de El tiempo

La primera gira estadounidense de Jimi Hendrix Experience fue de telonero de los Monkees. El sonido inusual y el lenguaje corporal de Jimi no asentó bien entre el público acostumbrado a la tranquilidad de los cuatro blancos prefabricados. La agrupación de Jimi abandonó la gira después de unas pocas actuaciones. Los Monkees habían saltado desde una serie de televisión en la que aparecían como una banda que imitaba a los Beatles. Toda su vida cargaron la fama de ser un producto creado para complacer a determinado público blanco de adolescentes con las nuevas tendencias musicales al estilo Beatles. Un intento de enlatar comercialmente una música que había nacido a contracorriente y que cargaba una indomabilidad que podía resultar incómoda, a pesar de su rentabilidad. Glen Baker, el comentarista musical, llamó a los Monkees «la primera gran vergüenza del rock».

Quizá fueron el ejemplo más exitoso, pero no fueron los únicos, en ese periodo y después, cuando imitar a los Beatles se convirtió en una moda. Una buena parte de aquellos intentos fueron intrascendentes musical y artísticamente, con algún que otro éxito aislado. Mucho después, empresarios habilidosos descubrieron una mina de dinero en compilar todos aquellos en forma de discos variados, para darles a los 60 el oportunista y poco riguroso título, pero comercialmente efectivo, de La década prodigiosa, y revender una música barata, en su mayoría de imitación, como lo más grande del mundo. La mina sigue dando ganancias hasta hoy.

Con las etiquetas de La década prodigiosa se produce, con toda intención, una reversión de las causalidades: la década ya no es vista como excepcional por la música que produjo, sino que se le impone la etiqueta acrítica de excepcional a un conjunto de obras músicales solo porque son de esa década. El ejercicio de birlibirloque tiene como resultado una suspensión de la capacidad de evaluación del público, convertido en consumidor; en definitiva, lo único que importa para la maquinaria musical.

En todo este segmento de mercado vintage, que no se reduce solo a la dichosa década, al consumidor se le hace creer que forma parte de un público nostálgico que sabe reconocer calidad en lo de antaño, cuando en realidad le han homogenizado el gusto para que termine por no saber distinguir entre lo que realmente resultó trascendente de algún periodo y lo que fue telonero amanuense, o sencillamente puro producto de una línea monótona de reproducción. Para cerrar la operación simbólica, la etiqueta de excepcional se le traslada al oyente que se siente, así, reconocido como de un gusto superior que sabe distinguir lo bueno de antaño de lo que, en términos musicales, se produce hoy.

Parqueando por un momento la arbitrariedad de periodizar a la música por las décadas calendarias, y reconociendo que en definitiva la de los 60 fue un parteaguas extraordinario, en primer lugar por el impacto global de la Revolución Cubana, hay que reconocer que todas las épocas han producido música de calidad… y también mucha metralla de calidad paupérrima.

Con suficiente experiencia acumulada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ya para la década de los 60 la industria musical capitalista hegemónica sabía muy bien cómo hacer atractivos enlatados de poco valor creativo. El concepto de «masa» como consumidor homógenizado había entrado en la sociología del mercado, y para esa fecha estaba establecido. Quizá lo nuevo fue la dimensión que alcanzaron los fenómenos sociales asociados a sucesos musicales como resultado de la exposición de la televisión, las transmisiones en vivo, incluyendo la simultaneidad de eventos culturales en geografías distantes, gracias a los satélites de comunicación. También fue nueva la capacidad tecnológica de poder realizar conciertos y festivales masivos con sistemas de sonidos que hasta entonces no existían, y que permitían espectáculos que reunían en estadios deportivos o al aire libre, decenas y hasta cientos de miles de personas. Únesele la explosión de otras industrias de soporte al hecho artístico, como el de las publicaciones. Muchos de esos aspectos a veces son obviados a la hora de analizar fenómenos sociales asociados a la música de la época y a otras manifestaciones artísticas.

También fue una etapa en la cual se comprendió el potencial comercial de dar un salto en las relaciones entre áreas del arte que se habían ensayado con éxito desde antes, y algunas nuevas. Se produce una incorporación distinta a la industria cinematográfica de estrellas emergentes en el campo de la música «nueva». Si todavía en el caso de Elvis Presley ese aprovechamiento de la estrella musical en el cine seguía el mismo esquema usado en los musicales de Hollywood, desde Fred Astaire, Gene Kelly e incluso antes, A Hard Day's Night ya fue otra manera de hacer las cosas.

Si bien la industria de los musicales de Broadway era un hecho establecido para entonces, Jesus Christ Superstar, estrenada en 1971, pero cuya música fue compuesta por Andrew Lloyd Webber en la década anterior, era ya otra manera de hacer las cosas.

En el álbum original de Jesus Christ Superstar, producido antes del musical, la voz de Jesucristo es asumida por Ian Gillan, el cantante de Deep Purple, banda que merece su propio punto y aparte. En la producción original del musical, el personaje de Judas lo hace el actor negro norteamericano Ben Vereen, probablemente el personaje más importante de su larga carrera cinematográfica.

Un año antes del estreno del musical irreverentemente bíblico, había muerto otro negro, Jimi Hendrix. Al entierro asistió un negro más, Miles Davis. Fue un deseo del guitarrista de rock. También había otras celebridades. El alcalde de Seatle, Wesley C. Uhlman, asistió al entierro. Era un demócrata liberal que promovió políticas de inclusión racial apoyando, además, los derechos de las personas homosexuales y de la mujer.

Jimi Hendrix no fue un Judas, más que seguidor amargado fue predicador de su credo musical, que cambió toda una forma de asumir la guitarra eléctrica y tuvo, tiene, muchos discípulos. Su legado es tal, que aún hoy suele encabezar, a pesar de su corta carrera, la lista de los mejores guitarristas eléctricos de todos los tiempos. Sus poses y actitudes se volvieron arquetípicas.

Jimi Hendrix es recordado por quemar su guitarra en el escenario, acto que protagonizó después de que la banda británica The Who había hecho añicos sus instrumentos musicales, como parte del performance. Pero si hemos de recordar al gigantesco músico, hagámoslo mejor por esa actuación en el festival de Woodstock, donde, tocando en una versión distorsionada del himno de EE. UU., el Star Spangled Banner, le introdujo a la pieza sonidos que simulaban la caída de bombas y su explosión como recuerdo de la guerra que, en ese mismo momento, asesinaba a vietnamitas por miles en la indochina asediada.

En aquel entonces la guerra era, para el agresor, más personal. Las cargas de explosivos, napalm o el veneno naranja, que se harían caer sobre los inocentes, tenían que ser dispuestos por seres humanos convertidos en máquinas de asesinar. Al final hubo un pase de cuentas que se cobró también en cientos de miles de jóvenes sicológicamente destrozados deambulando por las calles de EE. UU. Aprendida la lección, hoy el mensaje de la muerte se ha vuelto un frío juego de computadora, aviones no tripulados como ejecutores evitan traumas incómodos para la sociedad agresora, que ha terminado por naturalizar el estado permanente de agresión genocida que su élite burguesa aplica más allá de sus fronteras. La impersonalización ha sido de un éxito tal que los crímenes no levantan ni una trompetilla que se escuche más allá del bullicio cotidiano. Tampoco hoy hay un Jimi Hendrix que nos recuerde el horrible sonido de la muerte aérea, con el rugido obsceno de la guitarra eléctrica alternando con los acordes patrioteros del himno imperial, convertido, por medio del arte, en un acto extraordinario de protesta.

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Me encanta Barbara Eden dijo:

1

5 de enero de 2022

18:07:33


Nunca habrá un segundo Jimi Hendrix.