La trama, algo rocambolesca en el último episodio, pero con nudos argumentales atados con eficacia, atrapó sin dudas. Un thriller servido en la variante del espionaje, Cóndor, en su segunda temporada, animó las noches dominicales de Cubavisión.
Producida para el canal de pago estadounidense Audience Network, antes de que su dueña, la poderosa transnacional AT&T, la derivara hacia HBO, la serie intentó marcar, desde la complejidad de eventos trenzados por enigmas y situaciones climáticas, una diferencia en la narrativa que aborda en la pantalla doméstica los encontronazos de la inteligencia y la contrainteligencia en el país campeón del espionaje mundial.
Luego del éxito de la primera temporada, en la que el foco pasaba por el contubernio entre la CIA, el terrorismo en Oriente Medio y los intereses de las corporaciones farmacéuticas, el productor Jason Smilovic, el guionista Todd Katzberg y el continuista Ken Robinson aprovecharon el carisma del protagonista para lanzar la segunda parte de la saga.
El joven Joe Turner, protagonizado por Max Irons (hijo del célebre actor británico Jeremy Irons) encarna el perfil de los llamados millennials, generación que irrumpió con el siglo XXI, duchos en la computación, habitantes del ciberespacio y expertos en el manejo de interfaces tecnológicas y lenguajes visuales.
Se sabe a ciencia cierta que esas habilidades han sido tomadas en cuenta por la comunidad de inteligencia de Estados Unidos para sus fichajes en las dos últimas décadas, como también la tendencia a que la fuerza laboral de esos organismos refleje la diversidad étnica y cultural de la nación, así como se asuma, con menos prejuicios, la presencia femenina y la orientación homosexual y transexual. De todos modos, el exagente de la CIA, Douglas London, quien se retiró en 2019, después de 34 años de servicio, al intervenir en un panel académico sobre promoción profesional y fichaje, dijo que «ser contratado es una cosa, pero continuar trabajando allí, como una minoría, podría presentar graves e incómodos desafíos».
El personaje de Turner terminó la primera temporada abrumado por el desencanto. En el cartel promocional de la serie se lee: «La verdad es la primera víctima». Al desmarcarse de una trama en la que se le trató de aprehender y hasta de asesinar, recordé lo que el exdirector de la agencia, Michael Hayden, declaró en 2018 al diario The Washington Post: «No pretendo juzgarlos en absoluto, pero este grupo de millennials tiene una comprensión diferente de las palabras lealtad, secreto y transparencia de lo que ciertamente tenía mi generación. Traemos a estas personas a la agencia, todos buenos estadounidenses, solo puedo asumir, pero culturalmente tienen instintos diferentes a las personas que tomaron la decisión de contratarlos».
A lo largo de la segunda temporada, el desencanto del joven desaparece y, por mucho que su percepción de la vida se nutra de grandes dosis de suspicacia y cinismo, al fin y al cabo vuelve al redil de la agencia.
Por muy críticos e inconformes con la catadura moral, las ambiciones desmedidas y la falta de escrúpulos de personeros de la CIA y del FBI –jefes y agentes–, los realizadores siembran en el telespectador la idea de que los organismos de espionaje y contraespionaje estadounidenses son reformables y defendibles. Turner cree en el sistema; lo aprendió de su tío Bob Partridge (William Hurt), y hasta el tenebroso subdirector de la CIA, Reuel Abbott (Bob Balaban), que alguna vez fue objetor de conciencia, se redime gracias al amor y la religión. Moraleja: los hombres o las mujeres pueden actuar con malicia, venderse, traicionar, pero las instituciones no.
Una vez más echaron mano a una matriz omnipresente en el imaginario del estadounidense promedio: la amenaza rusa. Como lo fue antes de la soviética. La prolongación de la Guerra Fría en caliente. La serie fue transmitida, originalmente, entre 2018 y 2019, pero adquiere un matiz revelador tras el cambio de administración de 2021 en la Casa Blanca, con un Joe Biden que tildó públicamente a Vladímir Putin de asesino.
La escenografía en la serie es elocuente. Los ambientes de la CIA y el FBI, aun las celdas, son pulcros, iluminados. No hay fotos de presidentes de EE. UU. Por la oficina de la Rezidentura del SVR (inteligencia rusa) en Washington parece no haber pasado el tiempo; al hacinamiento de los oficiales se suma la visión de un mural de la época del realismo socialista. Y en la pared, siempre, el rostro de Putin.


                        
                        
                        
                    







        
        
        
        
        

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Patricia A dijo:
1
13 de abril de 2021
09:03:44
Dr. Armando Hartmann Guilarte dijo:
2
13 de abril de 2021
10:22:10
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