El Chastain Park Hospital puede ser ahora mismo cualquiera de los nosocomios estadounidenses en los que más que pacientes, se atiende a clientes. La serie El residente salió al aire en Cuba mucho antes de que se desatara la pandemia de la COVID-19. Su producción y emisión en el canal, muchísimo antes aún. Pero al confrontar parte de su trama con lo que sucede allá, ahora mismo, pareciera refrendarse lo que otras veces se ha dicho: que la realidad supera la ficción.
Al telespectador cubano, particularmente, no escaparon dos momentos de la trama: el fraude de la compañía de implementos médicos Quo Vadis, y la insistencia de los nuevos manejadores del hospital, la compañía Red Rock Mountain, por suprimir el área de atención comunitaria; aunque en uno u otro capítulo salte, por un lado u otro, la incapacidad del sistema para atender a quienes no poseen seguro, por muy crítica que sea su situación.
Aunque en el caso de Quo Vadis se individualizan responsabilidades y bajezas éticas –el voraz e inescrupuloso director de la firma-, y se halla una solución de acuerdo con fórmulas agotadas por este tipo de dramaturgia televisual; no es menos cierto que asoma la punta del iceberg de un fenómeno extendido, de un tiempo a esta parte, en los servicios de salud y las industrias asociadas a estas en Estados Unidos.
Hace apenas dos semanas la congresista republicana californiana Katie Porter dirigió una carta a Christie A. Grimm, subinspectora general adjunta del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HSS), preocupada por el presumible abuso por parte de compañías de suministros médicos que se aprovechan de la pandemia.
Específicamente sugirió investigar a Blue Fame Medical, presidida por Mike Gula, conocido por ser un recaudador de fondos para el partido de Trump, y su dudosa capacidad para comercializar cien millones de mascarillas, no se sabe a qué precio ni si la oferta está respaldada por las entidades reguladoras del sector de la salud. «Alerto también sobre la necesidad –apuntó, en un documento destinado a la opinión pública- de actuar contra intermediarios en el mercado de insumos médicos, que elevan el costo de los suministros, los cuales deberán pagar los gobiernos locales».
Tal vez para la caracterización del capo de Quo Vadis, los guionistas de El residente se inspiraron en Martin Shkreli, centro de un escándalo en 2015 cuando, al frente de la compañía Retrophin Inc., adquirió el derecho de comercializar las tabletas de Daraprim, fármaco estimulador del sistema inmune, y subió su precio de 13,50 por unidad a la escalofriante cifra de 750 dólares.
En otro orden, el telespectador se identifica con los combates quijotescos de Nic, la enfermera (Emily Vancamp), el doctor Conrad Hawkins (Matt Czuchry) y su residente, el doctor Prevosh (Mamish Dayal), por garantizar que pacientes sin cobertura sanitaria sean atendidos. El colmo fue el intento de la enfermera y el doctor Alec Shaw (Miles Gastón Villanueva) por sostener una clínica anexa al hospital para gente de escasos recursos.
Nada de esto es pura invención. En 2018 había 27,9 millones de estadounidenses sin seguro médico. Según un sondeo de la encuestadora Gallup en diciembre de 2019, el 20 % de los ciudadanos asegurados con algún padecimiento eludía concurrir a los hospitales por temor a que las facturas excedieran el monto de la cobertura. En fecha reciente, Univisión llamaba la atención acerca del crecimiento desmesurado de la aseguradora United Health, que engrosó a sus arcas 164 millones de dólares en el primer trimestre del año, o sea, cuando la covid-19 ya estaba causando estragos. Tales ingresos representaron la duplicación del monto del periodo precedente.
Para salir de dudas, reproduzco la opinión de un medio de prensa como el argentino Clarín (edición del 25 de abril), a mil kilómetros de cualquier veleidad con la izquierda crítica, sobre lo que acontece en EE.UU. en estos tiempos: «La potencia norteamericana cuenta con joyas médicas que son la envidia global, como los centros para el control y la prevención de enfermedades y los institutos nacionales de salud. Sin embargo, los resultados no los ve la población».
Comoquiera que la serie se debe a códigos naturalizados por la industria del telespectáculo, no hay que extrañar la irrupción de elementos de thriller, unos mejor llevados que otros. La trama criminal de la doctora Turner (Melina Kanakaredes) mantuvo hasta cierto punto en vilo a la audiencia, a pesar de su tosquedad narrativa. Lo más interesante fue asistir al desmarcaje del cirujano en jefe, doctor Bell (el veterano Bruce Greenwood), que de villano sin matices pasó, a partir de ese momento, a encarnar uno de los perfiles más creíbles de la serie, la del hombre que duda entre el ser y el deber ser.
Hay también giros románticos previsibles e imprevistos. Los más impacientes se preguntan cuándo terminarán de acoplar definitivamente The Raptor y Okafor (el inmenso Malcolm Jamal Warren y la convincente guyanesa Shaunette R. Wilson), luego de lamentar los excesivos puntos muertos de Hawkins y Nic, entorpecidos sobre todo por la escasa entidad histriónica del actor protagonista.
Está por ver en qué para la insoportable egolatría del doctor que más factura en el hospital, la estrella de la compañía, el doctor Cain (un Morris Chestnut por debajo del desempeño como un demonio atenazado por complejos existencialistas en Lucifer). Es lo más llamativo en una serie que, por demás, no resulta más ni menos que las transmitidas con temáticas similares. Más allá de El residente está por ver si guionistas, productores y realizadores bien plantados, se atreven a llevar a la pequeña pantalla, en un futuro, el drama de los sistemas de salud estadounidenses en crisis por la pandemia.












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Jorge dijo:
1
28 de abril de 2020
15:38:33
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