Bayamo, Granma.–Si los momentos memorables de la música pudieran esculpirse –en mármol, por ejemplo–, monumental sería un término exacto para calificar el gran concierto de cierre de la 25 Fiesta de la Cubanía, que bajo el protagonismo y dirección artística del maestro Frank Fernández, también fue el mejor de los festejos del justo Día de la Cultura Nacional.
«Cubano y universal» nombró con milimétrica precisión el espectáculo ovacionado la noche del domingo en un desbordado Teatro Bayamo (fue necesario colocar sillas y una pantalla gigante en los frentes), el cual resultó un salvador broche de oro a esta edición de la jornada cultural que si algo tuvo de inolvidable, deberá agradecerlo a las casi tres horas de escena magnífica.
El programa interpretativo de una veintena de piezas (al sumar el insigne Zapateo por derecho que regaló Frank) empastó en el mismo espacio a tres íconos de lo auténtico nuestro: la Original de Manzanillo, el piano de Fernández, y el Son de Adalberto Álvarez; una comunión que fue exaltada todavía más por los méritos que conceden los disfrutables atrevimientos, como el de hacer acompañar a dichas instituciones por el más joven proyecto cubano de orquesta sinfónica, la de Granma.
Si para los concertantes, la mayoría aún en edad infantil, lo imborrable de esas horas tal vez esté en el privilegio de compartir la escena con tales cátedras; tendrían que ser todavía más felices dada la excelencia derrochada que, una pieza tras otra, avaló micrófono en mano el propio Frank, llamando al frente al jovencito director Javier Millet, nombrándolo Maestro, congratulando individualidades en la orquesta y pidiendo adelantar la evaluación, «porque bien podría ya dejar de ser proyecto».
El público, que no vaciló en bailar ni ofrecer de pie los aplausos por cada número, se deleitó en el repaso de la charanga manzanillera por varios de sus temas emblemáticos; tal cual hizo en el cierre del programa el Son del Caballero, que clausuró las cuatro piezas suyas en el icónico A Bayamo en coche, a la par de acordes sinfónicos.
El regalo de Frank Fernández a la Cultura Cubana brilló al centro de la ruta con emblemas del pentagrama como La bayamesa, La bella cubana, La Comparsa, y otras obras entrañables de su autoría, incluido el tema de amor del serial La gran rebelión, sobre el cual declaró que dedicaría «desde ahora y para siempre» a Alicia Alonso.
Así como los asistentes no olvidarán la presentación, hará falta que sirva en igual medida a los garantes de la Cubanía para aleccionarse sobre los estándares posibles a que debe aspirar la cita; pues, insisto, el gran concierto de cierre equilibró las impresiones al rescatar a la Fiesta, como tabla salvadora, de los vacíos lamentables que aún padece.
Fiesta se llama, es verdad, esta parada bayamesa anual de lo intrínseco cubano, tanto como es real el amplio abanico de razones que la argumentan desde lo fundacional, lo histórico y lo cultural; pero falta, a ojos vistas, que la confirmen más la promoción y la asistencia efectiva de la gente.
A juzgar por el concurso popular en la mayoría de las actividades convocadas por un programa verdaderamente amplio y diverso –exceptuando, repito, la noche dominical, que también causó ronchas por reservar la mayoría de la platea para invitados y vender en taquilla poquísimos asientos, cuando quizá pudieron organizarse en el propio teatro otras presentaciones
individuales de tales instituciones a lo largo de la jornada–, lo de Fiesta aún tiene más de decreto que de ambiente, de participación, de arrastre masivo y espontáneo.
Todavía no logra liberarse de ciertas soledades, como músicos que apenas tocan para los vecinos circundantes de una plaza pequeña, o conferencias valiosas que se dictan en auditorios escasos, salvados por colegas y otros afines del expositor.
A las culpas que siempre carga la difusión local –que faltó, porque en estos tiempos no solo bastan los medios tradicionales, sino las redes sociales, el altoparlante móvil, la vocería intencionada en barrios, escuelas, centros laborales– sumaría la necesaria invitación de un número mayor de figuras de alta convocatoria, tanto en lo popular como en lo intelectual, que acompañen, aúpen la fiesta y arrastren, tal cual hizo Elito Revé en plazas abiertas, el humor en un parque cerrado o el profesor Acosta De Arriba en la cespediana disertación inaugural.
Tal vez la seña más directa que nos llama a pensarlo y remediarlo de un porrazo fueron las sillas vacías en la Plaza del Himno en el acto del día 20, algo que a pesar de lo temprano y del domingo, nunca antes pasó en la rememoración del bautismo popular del canto patrio.
La celebración de la Cubanía corresponde a la Isla entera, no a una ciudad o provincia, y aunque fue la tercera que nació, por idea de Hart, para cerrar con nosotros mismos –Cuba– ese ciclo de festejos que en Oriente ya tenían el Caribe en Santiago e Iberoamérica en Holguín, esta de Bayamo aún precisa brillo, trascendencia, capacidad de atracción y movilización popular, para que mucha más gente se estremezca en lo cubano, como aquellos que tuvieron la suerte del teatro el domingo, o quienes en la Plaza del Himno vibraron, cantando alto y de pie, junto a la banda, la marcha de Perucho.
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