Inocencia (Alejandro Gil) combina hechos reales y recreaciones de ficción en aras de un relato emotivo que termina por apretarle el pecho al espectador, como pocas veces se ha visto en el cine cubano.
El director asume los retos del melodrama –esos que en lágrimas y emociones desmedidas pueden hundir– y sale airoso en un proyecto artístico que, buscando calar fibras humanas mediante un sólido argumento, concreta en la segunda parte del metraje lo mejor de su realización.
Más allá de ilustrar una historia harto conocida, y al mismo tiempo viciada en definiciones escolares, que a los más entrados en años nos hicieron creer que los ocho estudiantes de Medicina eran tan inocentes como ajenos a sentimientos independentistas, el filme reconstruye viejas y nuevas verdades, a las que impregna un desarrollo dramático que mantiene en vilo al espectador, gracias a la combinación de diferentes componentes artísticos, entre los que destacan, además de la dirección, la fotografía, la reconstrucción de época y la banda sonora.
No sucede lo mismo con las actuaciones, dispares en los personajes españoles, algunos con falta de organicidad y pronunciando parlamentos de imprecisos matices. Todo lo contrario sucede con los jóvenes que encarnan a los ocho jóvenes fusilados por el colonialismo español, que tanto en sus individualidades como en conjunto –lo distintivo de sus vidas, sueños y alegrías– están concebidos con una plausible credibilidad, incluyendo el Fermín Valdés Domínguez (Yasmany Guerrero), hilo conductor de una trama que se desenvuelve en dos tiempos narrativos, el 1871 del fusilamiento, y años más tarde, cuando el gran amigo de Martí se decide a buscar la fosa que contiene los restos de sus compañeros fusilados.
Hay secuencias memorables en Inocencia, como las concernientes a las artimañas de los dos falsos procesos por los que se les hace transitar a los condenados, y hacia los finales, el encierro –dominado por la consternación y el pavor– e, igualmente, las escenas de los fusilamientos.
También saltan a la vista momentos discursivos (al principio) y construcciones visuales de discutible eficacia artística, como la confesión sacerdotal de uno de los muchachos, con una intencionalidad de confrontaciones espirituales demasiado remarcada, y otras que esquematizan el odio enfermizo de los integrantes del cuerpo de voluntarios, aspectos que pudieran pasar a un segundo plano dentro de la contundencia trágica de la película.
Es decisivo el papel del cuerpo de voluntarios –integrado por peninsulares y criollos, defensores de una ideología extrema afincada en intereses económicos– y aunque se sabe que llegaron a ser una fuerza temeraria, respetada por el ejército español y su capitán general, el sopapeo con que en el filme llegan a tratar a las más altas autoridades de la corona hace que algunos espectadores –tras el aplauso atronador con que premian al filme– se pregunten si el cuadro intimidatorio fue precisamente de esa manera.
Pudiera afirmarse que sí, atendiendo al momento histórico en que tienen lugar los acontecimientos, pero ahí tienen nuestros historiadores una mesa servida para darle continuidad a esta película necesaria, digna de ser vista por todos, y capaz de salir airosa no solo en suelo cubano.
Y si de emociones se trata, La noche de doce años no se quedó atrás y rivalizó en aplausos con la cinta cubana, que es mucho decir. Filme uruguayo dirigido por Álvaro Brechner, su argumento se basa en el libro Memorias del calabozo, que escrito por Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro narra los 12 años de prisión infernal, incluidas torturas físicas y mentales, sufrida por ellos dos, junto a José «Pepe» Mujica, el luego presidente de Uruguay.
Tres combatientes guerrilleros contra la dictadura que, desde 1973 hasta 1985, tendrán que enfrentar una venganza inimaginable dirigida a convertirlos en ripios humanos. Excelente trabajo que nos adentra en los mundos de cada uno de los protagonistas y combina las duras escenas del confinamiento con la recreación de momentos relacionados con sus luchas y amores familiares. Balance inmejorable para ir de un mundo a otro sin temor a rompimientos estilísticos en la narración, y sin apenas aludir a motivaciones políticas e ideológicas. El enemigo atroz retratado en sus múltiples perfiles, incluyendo la nota humorística. Dos horas de metraje en manos de una edición que combina con eficacia los tiempos, y una película conmovedora acerca de un heroísmo humano comprometido con la justicia social. Entre lo mejor de este Festival, caracterizado por las buenas películas en concurso.
Y para no perderse, la argentina Sangre blanca (Bárbara Sarasola), thriller sobre una muchacha que en un pequeño pueblo fronterizo con Bolivia ve, con horror, cómo su compañero de viaje muere por las cápsulas de cocaína que, al igual que ella, ha tragado. ¿Qué hacer ante la intimidación y premura de los dueños del «negocio» por recuperar la carga? Excelente actuación de Eva De Dominici y película que además del suspenso en torno a este conflicto, arma otro, más interesante aún, relacionado con el padre de la muchacha, que llega en su ayuda arrastrando un pasado de abandono del que no se habla, pero que, a juzgar por las recriminaciones de ella, se infiere. Filme de atmósferas –incluyendo el entorno social–, de los que atrapan desde un comienzo y con un final que no es que el esperaban algunos espectadores, especialmente sentimentales ellos.
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