En la repetición de la fórmula está el éxito. Las series policiacas norteamericanas de los finales de la primera década de este siglo encontraron filones nada despreciables en variantes argumentales que ponen en primer plano a colaboradores ajenos a los cuerpos oficiales de investigación criminal.
Por esa cuerda hemos visto El mentalista, donde los poderes parapsíquicos de Patrick Jane (Simon Baker) auxilian a la detective Teresa Lisbon (Robin Tunney) en sus indagaciones, y Castle, en el que un escritor de novelas negras al que se le ha secado la inspiración (Nathan Fillion) se empata profesional y sentimentalmente con la investigadora Kate Beckett (Stana Katic) y resuelven innumerables casos. Ocho temporadas sucesivamente renovadas indican una demanda del mercado audiovisual.
Otra vuelta de tuerca en ese tipo de asociación pasa ahora por la pantalla doméstica cubana en el canal Multivisión: Lucifer. Una criatura demoníaca, venida del mismísimo infierno y con nombre redundante –Lucifer y su apellido Morningstar poseen igual significado: portador de la luz, lucero de la mañana–, se impone a la detective Chloe Decker (Lauren German) en el curso de una pesquisa criminal.
El personaje proviene de la historieta para adultos The sandman, que a su vez dio lugar a otra historieta, Lucifer, la referencia más inmediata para la traslación a la industria televisual. Pero el director y guionista Tom Kapinos tenía más en su cabeza la rentable experiencia de su serie anterior, Californication (2007-2014) que las especulaciones esotéricas y éticas del cómic desarrollado por el inglés Mike Carey.
Del ángel condenado por arrogante y soberbio, al que Carey definió como «el tipo que quemaría el mundo entero para encender su cigarrillo», amoral, desinteresado por las almas humanas, que compaginaba lo mítico y lo épico con historias de terror a escala terrestre, quedó el alter ego del protagonista de Californication, gozador desenfrenado, y quedó mucho más: en esta saga de un novelista neoryorquino, frustrado por la manera en que Hollywood ha tergiversado un muy vendido texto suyo, se enreda en una trama de alcohol, sexo y picaresca en Los Ángeles. A Kapinos le seduce la rutina; él mismo ha tergiversado la originalidad del cómic de Carey, y lo pone a guarachear como el novelista de Californication en la ciudad de la costa del Pacífico. Chispazo ingenioso: el ángel cae en Los Ángeles, monta un bar y se divierte hasta que se ve envuelto en la solución de homicidios cada vez más sofisticados e improbables.
Las aristas demonológicas de la primera temporada no pasan de ser una pátina folclórica. En la segunda –la que ahora se transmite en Cuba–, las cosas se complican. En la primera, Lucifer utiliza sus poderes hipnóticos para de-senmascarar a delincuentes y su descomunal fuerza para reducirlos. En la segunda, el ángel es cada vez un ángel más atormentado: sin alas –hasta el momento, cortadas y quemadas por él mismo– lidia con la Madre –una rubia (Tricia Helfer) de sugestiva sensualidad–, se humaniza y trata de ser (entender) a los seres de este mundo y se niega –también por el momento– a regresar al infierno.
Los coprotagonistas cambian de palo a rumba: su hermano Amenadiel, el Arcángel Gabriel, afronorteamericano, un toque de color bien pensado (D. B. Woodside), pasa de ser una temible figura a literalmente un pobre diablo; la zafia Mazekeen (Lesley Ann Brandt), guardaespaldas infernal, le toma el gusto al oficio compartido de niñera y cazarrecompensas; un hermano vengador, hijo de Dios, Uriel (Michael Imperioli), entra y se va en un episodio sin penas ni glorias. Para colmo, una sicóloga (Rachel Harris), con aires de ninfómana trasnochada, navega como barco sin rumbo de uno a otro episodio, y la tercera pata del triángulo sentimental que debe completar las tensiones entre Lucifer y Chloe, su exmarido Danny (Kevin Alejandro), es tan mal actor que da risa.
Todo se va haciendo truculento y fatal, apenas sostenido por el tono humorístico –hay que reconocer momentos de sumo ingenio–, reiterativo y agotador. El Lucifer de Tom Ellis hace las mismas muecas, los mismos chistes, las mismas salidas presuntamente agudas, una y otra vez hasta perder el filo. El fantasma de Castle sigue presente.
Es previsible un timonazo al final de la segunda temporada y algo más de demonología en la tercera, ya en marcha. Pero por muchas alas relucientes que exhiba un renacido Lucifer es difícil salvar la serie. Dicho sea esto en términos de coherencia argumental y artística. Pero esto, a fin de cuentas, no importa. En la repetición de la fórmula está el éxito.










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AAH dijo:
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20 de febrero de 2018
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armando dijo:
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Bb dijo:
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pedro de la hoz Respondió:
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Oswaldo Emir Padron dijo:
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iván dijo:
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Willy dijo:
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abelboca dijo:
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DarkSeeker dijo:
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ING.BYAKUYA dijo:
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neliamg dijo:
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cruzperez dijo:
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yorli dijo:
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Elizabeth dijo:
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enrique dijo:
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22 de febrero de 2018
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