ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Isadora Duncan. Foto: www.pinterest.com

Corrían las horas de la noche del 14 de septiembre de 1927, cuando una bella y afamada mujer, ataviada con una de sus habituales túnicas de ligero tejido, esta vez ajustada a su cuerpo por una larga chalina de seda roja pintada a mano,  regalo  de su cercana amiga María Desti, subía al asiento delantero de un auto Amilcar francés, modelo GS de 1924, conducido por quien era por entonces su última pasión amorosa: el joven y guapo mecánico  italiano  Benoit Fachertto.

Cuentan testigos presenciales que en la despedida dijo jubilosa  a sus amigos: «Me voy al amor». Poco después por el Paseo de los Ingleses de Niza, ciudad francesa donde se había radicado en los últimos años de su vida, el auto emprendió su veloz marcha. La larga chalina que envolvía el cuerpo de Isadora, al influjo de un fuerte viento de otoño, comenzó a enrollarse entre la llanta de rayos y el eje del auto, arrastrando a la Duncan con fuerza terrible  sobre el pavimento de adoquines, después de haber salido despedida por un costado del vehículo. Minutos después los médicos certificaban su muerte  por estrangulamiento.

Una vez más la tragedia estaba  marcando  los derroteros de su vida. En 1913, sus hijos  Deirdre y Patrick,  frutos de sus libérrimos amores con el célebre diseñador inglés Gordon Craig y Paris Singer, hijo del magnate de las máquinas de coser Isaac Singer, respectivamente, murieron ahogados al precipitarse el auto en que viajaban  al río Sena, en París.

Ángela Isadora Duncan había nacido en la ciudad norteamericana de San Francisco, el 8 de mayo de 1877, en un hogar marcado por la miseria y la carencia  afectiva,  tras ser encarcelado su padre acusado de fraude bancario. Bajo la influencia de su madre, quien garantizaba el sostén familiar dando clases de piano, encontró su primera influencia emotiva en las melodías de Schubert, Mozart, Chopin, Schumann y Beethoven  y en la contemplación del romper de las olas en las orillas  de la bahía  de su ciudad natal.

Fue por esa época que tuvo contacto, luego de estancias en Chicago y Nueva York, con las expresiones profesionales  de la danza, específicamente con el ballet,  arte que por esa época  atravesaba la grave crisis que medió entre el final del  romanticismo  y el estallido del clasicismo  en la Rusia de Petipa e Ivanov.

El ballet que ella conoció  era la negación de los postulados del gran Noverre, quien desde mediados  del siglo XVIII clamaba porque no fuera un mero ejercitamiento corporal,  sino expresión genuina de  los sentimientos  de todos los seres humanos. Era lógico que una individualidad  intuitiva, innovadora y sensible  como ella, lo repudiara. Consecuente con su credo fue a la búsqueda  de los movimientos naturales y a los que se remontaban, gestual y expresivamente,  a los tiempos primitivos.  

Para ello investigó, casi de manera obsesiva, ese legado en importantes centros como el Museo de El Louvre y el Museo Rodin, en París; la National  Galery, de Londres y el Museo Pérgamo, de Berlín; así como  en las propias ruinas de la Acrópolis, donde estudió vasos, frisos y cuanta herencia, pensó, la llevaría a la obtención  de los  cimientos sobre los cuales levantaría su concepción del arte de la danza.

Esas raíces y los impulsos de la naciente corriente expresionista en Alemania, fruto de las investigaciones del francés Delsarte sobre la naturaleza del gesto; de las del ritmo por el suizo Dalcroze y  las del alemán Von Laban, sobre la génesis y la dinámica del movimiento, fundido a su innata genialidad, la convirtieron en precursora de lo que más tarde sería conocido como: danza moderna.

Isadora fue una mujer de paradojas, buscó lo moderno en la antigüedad, logró el impacto ante los públicos, pero no pudo sentar escuela para el futuro, porque su arte fue de inspiración individual, no de técnica. El camino abierto por ella, y más tarde enriquecido y tecnificado por la Denis Shawn en Norteamérica y por Von Laban, Mary Wigman y Kurt Jooss, en Europa, sentó las bases para un nuevo enfoque teórico y práctico para la ejecución de la danza, que ha convivido en el mundo contemporáneo con el ballet académico moderno, levantado sobre el quehacer del coreógrafo ruso Mijail Fokin y sus seguidores, en el histórico quehacer de la compañía de Los Ballet  Rusos de Diaghilev, entre 1909 y 1929 y en su legado posterior.

El célebre poeta peruano César Vallejo, radicado en París por entonces, dejó con vuelo poético,  en la revista Mundial, de la que era colaborador, un elocuente testimonio del triste adiós de tan grande personalidad. «Son los funerales, castos, sonrosados y dionisíacos  de Isadora Duncan. La pira griega recibe alegremente un leño antiguo, familiar por la estatura, rico en esencias combustibles (…) de ese modo la convierte en un poco de humo ligero y otro poco de ceniza. Pero la tierra retiene, para siempre, el latido de sus pies  desnudos, que ritman el latido de su corazón».

Poco después, ese resumen existencial, acompañado por la Orquesta de Valvé, y Raf Lawton que hacen oír el Concierto en Re, de Bach, era depositado en el columbario del  Cementerio del Pere–Lachaise, que tantas otras celebridades guarda.

No imaginaba Isadora que en la misma ciudad habanera donde una noche de 1916 bailase en una taberna portuaria, al compás de la música tocada por un pianista negro y bohemio, florecería un movimiento de danza potente y plural, con mucho de su impronta, 90 años después de su trágico final.
 
*Historiador del Ballet Nacional de Cuba

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