
Ettore Scola desapareció el pasado 19 de enero a los 84 años. La noticia incita a la evocación de golpe de tantas imágenes concebidas por este enorme cineasta italiano; el torrente verbal de una Mónica Vitti disputada por un albañil y un pizzero en Celos estilo italiano; la incertidumbre de Stefania Sandrelli por corresponder a tres amigos que ven pasar el futuro sin percatarse de ello en Nos amamos tanto; la hermosa fealdad de una Fosca capaz de desatar una autodestructiva pasión de amor; asistir en La noche de Varennes al espectáculo de unos monarcas próximos al patíbulo, o al vínculo que en Macarrones, une dos formas distintas de ver la vida con lazos menos frágiles que unas pastas; la certeza en medio de El baile de que el cine es arte de la imagen y no siempre precisa de la palabra; la canción a coro entonada por el público en aquel cine Splendor, mientras cae la nieve y a uno le resulta difícil reprimir el impulso de levantarse de la luneta y aplaudir.
Según Scola, “la grandeza del cine estaba y sigue estando en que, para los que realmente lo aman, es ilimitado y siempre accesible”. Cada una de sus películas nos acercan al cine en estado puro, desprovisto de toda pretensión que no sea estremecernos con historias: la de un grupo de personajes atrapados en una alegórica terraza, en una diligencia detenida ante una encrucijada, un salón de baile como metáfora de la vida, la casa testigo del devenir de una familia en la que cada uno reencuentra la propia, una sala cinematográfica a punto de convertirse en un centro comercial, o el edificio poblado por seres aislados y solos que tienen categoría de diferentes en Novela de un joven pobre, en una filmografía conformada por películas abiertas que no terminan con la palabra Fin.
Después de cursar estudios clásicos y jurídicos, Ettore Scola coincidió con un no menos jovencísimo Fellini en las páginas de la revista humorística Marco Aurelio. Allí nació su amistad, estrechada con el curso de los años cuando acostumbraban a visitarse en los sets mientras filmaban. Fellini incluso aceptó interpretarse a sí mismo en la reproducción del rodaje de la célebre secuencia de la Fontana de Trevi en La dolce vita, insertada por Scola en medio de Nos amamos tanto en la cual Federico escoge al personaje interpretado por la Sandrelli por su físico como extra en el night club.
Mucho tiempo después, luego de rodar La cena (1999), Competencia desleal (2001), y su hermosísimo documental Gente di Roma (2003), Scola anunció su retiro definitivo del cine hasta ver a Berlusconi tras las rejas. Al cabo del tiempo y pese a no darse por vencido —como declaró en una entrevista—, los duros golpes que ha recibido el político y, sobre todo, el vigésimo aniversario luctuoso de Federico Fellini, le animaron a realizar la película Qué extraño llamarse Federico (2013), una suerte de retrato cubista conformado por fragmentos de los filmes del hacedor de Ocho y medio, materiales inéditos, recreaciones y entrevistas, solo con el fin de contar el Fellini que conoció. Sería el último título en su obra, plena de inquietudes sociales y en la cual la familia estuvo en el centro una y otra vez.
Visitó Cuba en 1998, ocasión en que el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano le rindió homenaje con una breve retrospectiva de su amplísima filmografía y recorrió la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, donde departió con estudiantes y profesores.
Ettore Scola —nombre imprescindible en el cine contemporáneo— es de esos artífices gracias a los cuales, a más de cien años de aquella memorable sesión del Boulevard de los Capuchinos, el cine sigue siendo una maravillosa manera de estar juntos.












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