ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Cuando se avanza en las primeras décadas del siglo pasado más allá del siempre agradecido romanticismo en la historia mu­sical europea, aparecen puntos de ruptura, que a la altura de nuestro tiempo tienen mucho que ver con la sensibilidad y la in­teligencia cultivada por un significativo sector de las audiencias contemporáneas.

La sesión del último jueves del III En­cuen­tro de Jóvenes Pia­nistas trajo al teatro Ma­rtí partituras de dos autores que contribuyeron a la renovación del lenguaje sonoro en los inicios de la centuria pasada: el francés Mau­rice Ra­vel y el húngaro Bela Bartok.

El cubano Adonis González ejecutó el Con­cierto para pia­no y orquesta en sol mayor, de Ravel, una de esas páginas que definen mejor la estética impresionista del compositor. Escrito entre 1929 y 1931, responde en su estructura externa a las convenciones del género —dos movimientos rápidos en los ex­tre­mos y uno lento en el me­dio—, pero pletórico de novedades en la concepción pianística e instrumental. Esta última de­manda un desempeño muy pre­ciso y equilibrado y por momentos virtuoso de percusionistas y eje­cutantes de los vientos, lo cual quedó su­bra­yado por la con­ducción del maestro En­ri­que Pé­rez Mesa al frente de la Or­ques­ta Sin­fó­nica Na­cional (OSN).

En su desempeño como so­lista, Adonis, profesor de la Uni­versidad Estatal de Alabama quien ha compartido esta temporada en más de una ocasión con el público de su patria, dio muestras de una plena identificación con la propuesta raveliana —con más de un contacto con el jazz— y alcanzó cotas de excelencia en el movimiento intermedio. Junto a la OSN consiguió plasmar la idea del compositor: llegar al público con un concierto “ligero y brillante”.

Bartok escribió su segundo con­cierto por las mismas fechas que Ravel y en la misma tonalidad, sol mayor. Lo hizo, se­gún ex­plicó, para compensar el efecto que había producido en­tre los músicos y el pú­bli­co el pri­mero, fechado en 1926. La compleja es­critura contrapuntística del hún­garo y sus desafíos rítmicos rompían es­que­mas, aunque ya existía el referente del Stra­vinsky de El pájaro de fuego.

Pese a lo que dijo el propio Bar­tok, su Concierto no. 2, mu­cho más frecuentado que el no. 1, no deja de ser sumamente retador para el solista y la or­questa. El norteamericano Ed­ward Neeman, uno de los más aventajados discípulos que ha tenido el profesor cubano Sa­lomón Gadles Mi­kowsky, principal animador del evento, en la Music School of Manhattan, venció la difícil partitura de manera convincente y apasionada.

Estimulados por el público, tanto Ado­nis co­mo Neeman re­ga­laron piezas extras. Uno, fiel a su origen y tal como acostumbra, entregó versiones de Cer­vantes y Le­cuo­na; el otro, uno de los magníficos Es­tudios ca­ri­beños, de nuestro Roberto Va­lera, y, para satisfacción de los espíritus exaltados, La campanella, según la revisitó Fe­rruccio Busoni, a partir de lo que ha­­bía hecho Liszt con el original de Paganini.

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