“Todo el mundo tiene sus razones”, dice Jean Renoir en el clásico La regla del juego (1939) y la sentencia parece servirle a todos aquellos directores, buenos y malos, que en los últimos tiempos inundan de sexo sus películas.
Desde Lars von Trier con la excelente Nymphomaniac, hasta el último bodrio amparado en “razones” para exponer más las virtudes amatorias de la protagonista, que lo que en el cerebro pudiera tener ella.
Alegan algunos cineastas que Internet tiene mucha pornografía y, desde el cine, pretenden competir en desnudos y sexo de una manera artísticamente justificada y seria.
Esa fina línea donde lo pornográfico se repudia y lo erótico es exaltado.
Al principio, el sexo fue traspuesto dentro de estrictas reglas morales: alusiones en pantalla, pocas carnes al descubierto, ninguna (a no ser un cine pornográfico mudo que empezó a florecer en la llamada industria clandestina del deseo).
Cuando las reglas no escritas empezaron a ser tímidamente subvertidas, los productores se dieron cuenta de que las salas se llenaban.
Empezó así la carrera por el desnudo contenido y los besos pasionales.
Y poco después, el intento de regular la decencia mediante un código de censura.
El temperamento moral del puritanismo estadounidense propició la aparición del código Hays (1930), que se extendió oficialmente hasta el año 1968, fecha en la cual ya había sido violado desde el presupuesto de que cada uno de los desobedientes tenía “sus razones” creativas para no respetarlo.
Si bien a los niños de mi generación no les interesaban demasiado los romances desjugados de los western y peplum (películas de romanos), a medida que los almanaques cayeron, los gustos cambiaron.
El interés adolescente por ver en pantalla lo prohibido (aunque fuera un mínimo de ello) coincidió con la avalancha de viejas películas rusas, oscuras y en blanco y negro, que, sin remedio, dejaban las salas vacías.
En cuanto a las cintas estadounidenses, además de perderse de los cines, hubiesen estado sometidas a los designios del moralista Will Hays.
De Europa nos llegó entonces lo que se buscaba.
Y el cine Capri, al fondo del Capitolio, se convirtió en cita obligada para ver aquellas películas francesas en las que ellas, para felicidad de nuestras “razones” —y de las de un Renoir, entonces desconocido— no lo pensaban dos veces para sacarse el suéter.
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tito dijo:
1
23 de junio de 2015
01:46:19
Eduardo Araya de León dijo:
2
23 de junio de 2015
07:58:28
arojas dijo:
3
23 de junio de 2015
10:53:31
Arturo dijo:
4
23 de junio de 2015
14:47:24
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