
La última jornada del XXVII Festival de La Habana de música contemporánea, en la sala Covarrubias, dejó la impronta que se espera de un evento que nunca debe renunciar, como sucedió en algunos de los programas, a la novedad, la invención, la experimentación y la ruptura.
A esa aspiración respondió el mensaje que Miguel Barnet, presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, dirigió a los participantes y al público, dado a conocer por la vicepresidenta de la organización, la maestra Digna Guerra, y en el que se consigna cómo en el VIII Congreso de la UNEAC quedó consagrada la voluntad de multiplicar empeños artísticos rigurosos encaminados a incidir en el crecimiento espiritual de los ciudadanos.
Uno de los más prominentes visitantes, el maestro salvadoreño Germán Cáceres, al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional de Cuba tuvo a su cargo los compases finales del Festival con la ejecución de dos obras suyas de acentos dramáticos e introspectivos, Deploración y Septem, en las que rinde sendos homenajes al compositor cubano Julián Orbón y al mexicano Manuel de Elías; y de La noche, de Guido López Gavilán, de brillante y estudiada orquestación de resonancias ravelianas.
Fue esta una velada en la que otros tres compositores cubanos de diversas generaciones —José Víctor Gavilondo Peón, Juan Piñera y José Loyola—, desde ópticas diferentes, dieron fe de prodigiosas inquietudes.
Bajo la batuta de José Antonio Méndez Padrón, director que en cada salida confirma su tránsito acelerado hacia la madurez, la OSN plasmó los reveladores perfiles de Cannabis, de Gavilondo, y Apolo en la escalinata, de Piñera. La primera exprime al máximo las posibilidades tímbricas y contrapuntísticas de un motivo recurrente, mientras la obra de Piñera, con absoluto respeto pero decidida inspiración, actualiza el legado de Amadeo Roldán.
Pero si de diversión se trata, Morumba no. 1, de José Loyola, trajo al Festival una necesaria bocanada de aire fresco. Diecinueve integrantes de la Banda Nacional de Conciertos, ahora regida por el talentoso director Igor Corcuera, asumieron esta pieza performática. Los intérpretes, con las cañas y embocaduras de sus instrumentos y tocados de simpáticos sombreros, asaltan la escena, circulan y marchan, y suenan. En determinado momento, parte del público, al que han repartido canutillos silbantes, se suma a la vibrante columna sonora. Un rotundo triunfo de la imaginación.












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