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Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) Foto: Cortesía del autor

Un Jorge Luis Borges omnipresente como una estrella solar ha impedido quizás una perspectiva más justa, con todo lo que representa la honra de recibir en 1990 el Premio Cervantes, de la obra de otro gran argentino, Adolfo Bioy Casares, cuyo centenario este 15 de septiembre ha despertado en su país un renovado interés editorial por su le­gado literario.

Sucede que para llegar a Bioy una de las vías es Borges. Quienes han sido seducidos por el Borges constructor de enigmas, al indagar en esa veta del autor de Ficciones encuentran que este, más de una vez, escribió a dúo varias series de cuentos detectivescos, inquietantes e ingeniosos, bajo seudónimos adoptados de común acuerdo con su so­cio en tales aventuras. El alias más famoso fue H. Bustos Domecq; detrás de él, junto a Borges, Bioy Casares, amigos desde 1932 cuando se conocieron en casa de Victoria Ocampo, la mítica editora de la revista y la colección Sur. Bioy se enamoró de la hermana de Victoria, Silvina, y casaron en 1940.

Pero poco antes de las nupcias entregaría a la imprenta una novela que marcó para siempre su propia e intransferible estatura literaria, La invención  de Morel.

Transcurre la trama de la novela en una isla adonde ha ido a parar un fugitivo. Allí descubre a Faustine y se obsesiona al contemplarla en los atardeceres. De pronto el lector, junto con el prófugo, se da cuenta que la existencia de Faustine se torna inasible, pues es el resultado de una máquina inventada por el doctor Morel, capaz de reproducir todos los sentidos, a costa de la muerte de quien se someta a ser grabado por el artefacto.

Contada por Bioy, orfebre de la palabra, la historia va dejando una estela de sorpresa y desasosiego en la cual los límites entre realidad e ilusión se entrecruzan geométricamente. Traducida a más de una decena de lenguas, La invención de Morel clasifica como uno de los más célebres relatos de la literatura fantástica del siglo XX a escala mundial y su autor como un escritor de primerísima línea.

La crítica aplaudió en su momento la aparición de otras obras suyas posteriores, como los volúmenes de cuentos El lado de la sombra (1962), El gran Serafín (1967) y El héroe de las mujeres (1978) y las novelas El sueño de los héroes (1954) y La aventura de un fotógrafo en La Plata (1955).

En mi experiencia como lector aprecio sumamente Diario de la guerra del cerdo (1969), por la intensidad progresiva y delirante de un argumento que se desarrolla en la geografía porteña como una metáfora del conflicto entre el desarraigo de la memoria y el sentido de pertenencia.

Al conmemorar el centenario de Bioy, vale compartir una confesión suya sobre el oficio de es­cribir: “No me fallan las ideas. Parece una pedantería, pero la compenso diciendo que me cuesta escribir y que tardo muchísimo en escribir un libro más o menos simple. Pero invento con rapidez. Ahora, no siempre me precipito a escribir lo que he inventado. A veces sí, cuando tengo una especie de compulsión y siento una suerte de placer que me dan los personajes, la situación, todo. Pero hay veces en que un argumento me acompaña quince años o más. Y veo con alegría y perplejidad que son los que salen mejor”.

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Alex dijo:

1

14 de septiembre de 2014

21:06:05


Jorge Luis Borges: NUNCA le dieron el Premio Nobel que merecia mas que TODOS.