
Esther Borja volvió el pasado fin de semana al teatro Martí —cuánto hubiera disfrutado admirar esa joya rescatada en el mismo corazón de la ciudad que amó—, pero la memoria de esa mujer que vivió un siglo hasta su partida en diciembre pasado estará presente donde quiera que la canción cubana haga valer su más puro linaje.
Ese fue el mensaje que llegó a los espectadores que asistieron al concierto conmemorativo que le tributaron sus colegas, coordinado artísticamente por el maestro Ulises Hernández.
Al ver las imágenes del magnífico documental Rapsodia de Cuba, en el que Pavel Giroud registró en la voz de Esther el más completo testimonio de su trayectoria artística y vital —desde su temprana vocación hasta su decisión de consagrarse por entero a los autores de la isla, desde la confianza que depositó en ella Ernesto Lecuona hasta sus triunfos en Estados Unidos, España y Argentina— evoqué la cosecha espiritual que dejó en el programa Álbum de Cuba, durante su larga y fecunda permanencia en la pantalla doméstica, sus siempre agradecidos recitales junto al pianista Nelson Camacho, y su entrañable amistad con Luis Carbonell, a quien también sentí de algún modo protagonista del homenaje.
Sin embargo no transcurrió el concierto bajo el signo de la nostalgia. Lo mejor que pudo pasar fue el sentido de actualidad con que Miriam Ramos, de proyección íntima y fina sensibilidad, y Bárbara Llanes, en vuelo lírico convincente y abrasador, recrearon parte del repertorio más representativo de Esther —Lecuona, Guzmán, Cervantes y la luminosa La rosa roja, de Oscar Hernández—, complementadas por el pianismo innovador, con acentos jazzísticos, de Ernán López Nussa y Alejandro Falcón —como autores también mostraron trabajos instrumentales— y la orquesta del Lyceum Mozartiano de La Habana, bajo la dirección de José Antonio Méndez, con arreglos sorprendentes, antes de que al final se sometieran a un acto prescindible: doblar la grabación de la orquesta que acompañó a Esther en la infaltable Damisela encantadora.
Y si de actualidad se trata, nada más avanzado que la coreografía concebida por Isabel Bustos para que su compañía Retazos bailara selecciones del extraordinario disco Esther a dos, tres y cuatro voces, registrado por ella bajo la tutela de Luis Carbonell.
Al fin y al cabo volvimos a confirmar lo que escribió sobre Esther esa otra imprescindible, Fina García Marruz: “(…) la voz que no podía ser de otro sitio del mundo, ni de otro tiempo que del suyo, del nuestro”.












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