Una de las líneas más estimulantes del Segundo Encuentro de Jóvenes Pianistas, que durante casi un mes ha constituido la principal animación cultural del centro histórico de la capital cubana, pasa por confrontar a intérpretes y públicos con autores y obras no siempre presentes en nuestro medio, y en ello media la filosofía del maestro Salomón Gadles Mikowsky, promotor de la cita.
La primera parte del recital ofrecido por Jorge Emilio González Buajasán, el último fin de semana en la Basílica Menor de San Francisco, trajo a dos compositores que forman parte del legado pianístico de finales del siglo XIX e inicios del XX: el ruso Alexander Scriabin (1872-1915) y el polaco Karol Szymanowski (1882-1937).
El intérprete es una de las jóvenes promesas de la música cubana. No ha cumplido aún sus 20 años y ya destaca como uno de los alumnos más aventajados egresados del Conservatorio de la Región de París, lo cual le dio acceso a estudios a la máxima instancia de esa institución de la capital francesa, el Conservatorio Nacional Superior de París. La base de su formación se halla en la excelencia pedagógica de los maestros cubanos Teresita Junco, Hortensia Upmann y Ulises Hernández.
De Scriabin ejecutó la Sonata no. 2 en Sol sostenido menor op. 19, que corresponde a la primera etapa creativa del autor, culminada hacia 1903, cuando comenzó a decantarse por un cromatismo más acentuado. En la obra seleccionada por González Buajasán se observa un lenguaje armónico cercano a Chopin, pero con planteamientos temáticos originales, en los que se intuían ansias de ruptura. Este opus 19 fue considerado por el notable pianista ruso Sviatoslav Richter como “la base del sugestivo mundo pianístico de Scriabin”.
La cota más elevada alcanzada por el pianista en su primer momento ante el público llegó con Scherezade, pieza del tríptico compuesto por Szymanowski entre 1915 y 1916 bajo el título Máscaras, obra número 34 de su catálogo. Más allá de su discutible contenido descriptivo —no creo pueda asociarse fácilmente el material sonoro con el personaje de la saga Las mil y una noches—, la partitura entraña un desafío técnico-expresivo por la textura rítmica y los acusados contrastes que se derivan de su desarrollo.
Luego del intermedio, un González Buajasán más cercano al gusto del público apareció, mas no por ello de más fácil digestión, porque la Balada no. 2 (1836-1839), de Chopin, y Después de una lectura de Dante: fantasía quasi sonata (1849), de Liszt, no son ejercicios de deslumbrante belleza —que la tienen—, sino también partituras de compleja ejecución. Todavía en Chopin —que por cierto, utiliza aquí enlaces armónicos muy del gusto del joven Scriabin— a González Buajasán le falta una mayor integración entre el carácter de las secciones de la obra —la evocación pastoral de los primeros compases y la tensión dramática que sobreviene posteriormente—, lo cual debe conseguir en la medida que tenga una más profunda comprensión del espíritu de la balada.
En Liszt conjugó virtuosismo y pasión, que aunque parezcan lo mismo no lo son. Porque no basta por transitar por encrespados pasajes para que alguien aplauda la mecánica del pianista, si no se plasma, como lo hizo González Buajasán, la impresión que dejó en Liszt el poético viaje al infierno y la ascensión al paraíso.












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