Tal vez determinados lectores de poesía recuerden los versos de Fiodor Sologub, que nacido en San Petersburgo en 1863, fue poeta, narrador, crítico y teórico del simbolismo, y a quien la infinita literatura de su país debe algunas de las más profundas cavilaciones que puedan hacerse teniendo como principio la humildad. Pues bien, por obra y gracia de la lengua rusa, o de ciertos caprichos de lector, un poemario aparecido en Cuba me hace evocar a Sologub, sin que ello indique de momento ninguna comparación estilística.
Me refiero a Kenoma, de Antonio Armenteros, publicado en el 2013 por la editorial Letras Cubanas. Dividido en cuatro secciones que comprenden cerca de cuarenta piezas, este libro perfila una especie de resumen de vida, de parte de un sujeto muy atento y muy irónico. Son, en la dramaturgia del cuaderno, cuatro estancias ventiladas por sutiles referencias culturales. Cuatro signos, cuatro variaciones en torno al paso del tiempo y a la manera en que este reduce las cosas más importantes a meras percepciones. En el difícil campo de la ficción escrita, el concepto de autor tiene sus complejidades. Si en el cuento o en la novela podemos admitir con despreocupación las diferencias entre el narrador y el autor, en la poesía ambas cualidades son más propensas a las alianzas. Esa conciencia, o el puro morbo, o la superstición nos autorizan a leer un poema poco menos que como una confidencia.
Antonio Armenteros se expresa en Kenoma con una serenidad que podemos adivinar costosa. A tono con ese estado reflexivo hila cláusulas lentas, pero tan energizadas que resultan emocionantes. Sus versos tendidos ofrecen —más que al poeta, al lector— una oportunidad para la meditación y el recuento, en una operación de intercambio que nos contamina de nostalgia e incluso de desazón. Tal vez no resulte vano detenerse en esa suerte de instinto parabólico que refleja este libro, y que solo es posible a partir de una experiencia esencial, forzada en la palabra. Me gustaría apoyar esta idea con la mención del poema La maldición en la cueva (página 41), una pieza tan sutil que nos sugiere sensaciones alternas: tristeza, y sorpresa ante las posibilidades expresivas de ciertos giros marginales. O con Café de noche y (su) gestiones (página 65), un texto en cuatro partes que pone al aire cuestiones como la identidad y la ética.
Entendida la actualidad sin socarronería, y sin esa mirada repetitiva a sus aristas obvias, podemos felicitarnos de que haya libros así, actuales y abstractos, enérgicos y serenos.












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