Dicen que los hombres no lloran. Dicen…, por más que todo el mundo sepa lo contrario. Habría que preguntarse cómo uno se olvida de eso, cuando es hombre y se lo dijeron tanto. «Te vas a tragar el llanto», oí venir de muchas bocas y ahora lo veo de frente: en los ojos rojos de Carlos.
Los peluches, que sabrá Dios dónde estuvieron, descansan bajo su brazo y el agua se les escurre, sin ganas de morir rápido, porque es tortuosa cuando quiere, porque, igual, quedará el fango. «Son de mi niña». Silencio. ¿Carlos habrá llorado?
***
«Velando que no se llevaran nada», en Cauto Embarcadero, hubo quien –por designio propio– durmió dos días encima de una placa y cuenta que, «entre más iba subiendo el agua, más iba subiendo el miedo».
En uno de los patios que menos se inundaron, tendido está el nylon blanco que dice a dónde llegó el río: más de un metro a ras de suelo, en uno de los patios que se inundaron menos.
Sillones y escaparates permanecen a orillas del camino, con la esperanza de secarse algún día. Y, entre tantos graznidos de patos en los charcos, entre tanta incertidumbre de lo que no ha vuelto a ver, se quita las sandalias para que no se hundan con ella. «Esto antes era un terreno de sembrar arroz». El fango es más crudo, más débil.
No dice nada. Mira cada rendija de la casa, cada cosa que ella acomodó en un lugar y el agua reacomodó en otro, cada cosa que se quedó donde estaba: la cama amarrada al caballete con el cable coaxial del televisor «porque no había más na´»; la foto de los quince entre las vigas del techo y las que se dejaron colgadas en donde siempre; el multimueble como armario a toda la ropa que estuvo en el «centro de evacuación».
Ella no sabe «por dónde empezar». Probablemente, raspará el piso de tierra y le pondrá «sacos encima». Está en la puerta, pensando, como quien se adapta, como quien lo asume. «Uno que no vive tan… Y ahora…», nos dice, mientras dos gatos siguen «encaramados» en el colchón y la perra lame el fango que la cubre por dondequiera. «Kiara durmió arriba del fogón»: es de las pocas certezas que se tienen.
***

Uno ve gente estacionaria en cualquier parte: mirando sin tener claro lo que mira en realidad. «Tuve que sentarme allá afuera, antes de entrar, y pensar en qué iba a toparme», dice quien perdió mucho por culpa de olas inducidas: engendros de agua turbia y carros que simularon submarinos. La masa de libros que hay tirada en el suelo es de lo poco que tiene ahora mismo, es: «lo que más me dolió».
A pocos metros de aquí, hay una reunión: parte del pueblo con parte del Consejo de Defensa. Han dicho que «el Estado asumirá el 50 % del pago en los materiales de la reconstrucción»; que «ya vienen las pipas con agua potable», que «saquen los tanques y los pomos para la orilla de la carretera»; y que «no puede haber indisciplina. Esto hay que hacerlo bien».
En eso llega un tractor con «evacuados» en la carreta. Y, mientras alguien habla de las medidas «higiénico-sanitarias», Sadia Pérez se echa a correr. «¡Estamos vivoos, mijaaa!», le grita una mujer agarrándole las manos porque son lo único que alcanza desde arriba. Cuando, por fin, pueden tenerse completas, se abrazan como si no lo hicieran hace meses, quizá años; se abrazan porque existieron por medio días de no saber si estaban bien, si estaban…
Sadia Pérez tiene en los ojos una bruma aguada: el alivio. Hubo quien le dijo: «No llores. Eres la Presidenta del Consejo de Defensa –en Río Cauto– y tienes que estar fuerte». Pero eso a quién le importa, eso quién lo aguanta. «Es mi familia».
***
Cada tanto uno se detiene: a preguntar «cómo están, cómo pasaron el ciclón»; a mirar niños que creen cogerán algún peje en los charcos sin vida que parió el huracán; a filtrar el desastre por el lente de la cámara; a saludar al que pone una señal en la carretera, para que ningún carro se caiga al hoyo inmenso; a preguntarle a un campesino que anda de luto cómo «piensa recuperar los cultivos», y a escuchar de su boca venir la fe a medias: «que sea lo que Dios quiera».
Kilómetros antes nos pasó por al lado un «carretón de bueyes», con seis ovejas y cuatro «puercos» dentro. Desde la superficie que les sirve de asiento, Abel Proenza y Nicomedes Barrero cuentan que pasaron el Melissa en Bayamo, «con la familia»; que uno de los dos fue ayer a la casa y «todavía tenía agua adentro», que son de Cauto, pero: «Yo vine a evacuarme con mis animales. Salí cuando ya el agua me daba por la rodilla».
«No todo se perdió», dicen por ahí.
***

Cayamas es uno de los pueblos a los que el propio camino nos trajo: la gente dijo: «vengan para que vean cómo está esto», «pasen, pasen, pero no se asusten»…
Para ese entonces, el agua aún inundaba los patios, proveniente de una laguna que nada le envidiaba a un canal colapsado. En una de las casas solo quedó un conejo vivo: «los otros se murieron de hambre». Uno se hunde junto con cada loza que pise, si esa loza que uno pisa es de las más cercanas al patio.
Se ven los platanales hundidos, los «fríos» tintos en fango, la ropa secándose en donde sea que el sol llegue, desorden, los niños descalzos porque sus zapatos están empapados.
Cuentan que «Nano», el dueño de la mipyme, subió el aceite de mil a 1 300 pesos. «Cómo va a hacer eso» en medio de lo que se vive, en medio del «no hay de nada». «Gracias que unas gentes ahí de la iglesia» nos dieron algo de comida: «un paquete de coditos, una bolsita de arroz»…
«Cojan», dice quien nos ofrece una «mano de plátanos». Tras varias veces un «no», alega, medio cansado: «Cójanla, que si yo se las estoy dando es porque quiero dárselas».
Y, por si fuera poco, la señora que estaba lavando hace un rato, suelta: «Si tienen sed, dales un poquito de esa agua del pomo que nos queda de tomar». La pipa, que pasamos hace un rato, aún no se asoma por aquí.
***
La misma laguna que kilómetros antes inundaba los patios, aquí en Los Caneyes, parece el Río Cauto. Pero no: entre él y este trozo de agua turbia hay un pueblo incomunicado: un «lugar de silencio».
Se escuchan nueve «puercos» a los que hace días no bañaban. Dice quien maneja el tractor que «ahí adentro fue donde pasaron el huracán».
A unos metros, alguien desenreda atarrayas para atrapar algo comestible, y niños, con redes amarradas a llantas de bicicleta, han cogido guajacones, una «tilapita»; da lo mismo…
Uno añora: «¿Mami, tú te acuerdas de cuando yo tenía pececitos peleadores?». Y en eso lo vocean desde allá, donde el agua le dará por la cintura. La madre, mientras lo ve correr, grita: «¿Pa´ qué lo llamas si tú sabes que él va a ir mandao?». Al mismo tiempo, en esa agua revuelta, caen desde una carreta excrementos de «puerco».



















COMENTAR
Responder comentario