Dicen que «cuando las auras se alborotan es que viene agua». Parecen las aspas de un ventilador antiguo que, más que aire, provoca humedad. Faltan, al menos, tres horas para llegar a Bayamo. Y la lluvia, haciendo honor al presagio, se anuncia indefensa: con pequeñas gotas chocando en los cristales de la ventana que, probablemente, ayer fueron goterones sin cargo de conciencia.

Hemos visto varias ramas caídas y árboles torcidos; yerbas que parecen el pelo de una muñeca mal cuidada; plantaciones de maíz o plátano que, lo más seguro, es que no resurjan nunca; carretones de caballos, llenos de maleza recién cortada; y techos como rompecabezas con piezas perdidas.
Hay fango en esta parte del camino, añejado por los días anteriores. La rastra que no nos deja adelantar está cargada con unas tejas de zinc que, aunque no son muchas, algo aliviarán por ahí.

La llamada reciente dio fe de tres helicópteros en los que andan «rescatando gente» por Cauto Embarcadero. Dicen que Granma es como un gran aliviadero del resto de las provincias orientales, por eso el río más largo del país sigue crecido y hay casas llenas de agua hasta el techo, ahogándose a sí mismas y a sus bienes.
Frente a nosotras está la bifurcación que lleva a Holguín o a Bayamo, en dependencia de qué se elija. Una oficial de policía ha dicho –tremendista– que el puente por el que debíamos entrar «colapsó». Y el paso por Holguín está cerrado también. Ahora vamos camino a Santiago de Cuba. El plan: dejar a algunos de los pasajeros que ya iban para allá y continuar el viaje, pero más sabe el viejo…
Han subido al carro una mujer con dos niñas que, en unos años, no recordarán si quiera el sonido de la ventolera de anoche. Dice que aquí en la Comunidad Militar Baraguá eso fue «desastroso», que su casa está bien porque es en un edificio, pero a la de su madre sí entró el agua y fastidió a su antojo.
A la vera, yacen árboles que se recostaron a otros para morir en paz, luego de tanto jaleo. Trozos suyos coexisten por dondequiera, junto a huecos vueltos charcos o ríos vueltos aguas marrones en las que pesca quien no tiene mucho miedo en la sangre.

Hemos parado un rato y, a unos metros, habitan entre escombros tres personas. Lo que fue su hogar ahora es un bulto de tablas en el suelo, justo detrás de un puesto de venta de productos importados que sobrevivió, aun con su estructura improvisada. La señora que vende nos mira medio extrañada y en los ojos carga un brillo que, por estos días, es común: el brillo de quien sigue ahí, pese a cualquier Melissa.
En lo que subimos las lomas asfaltadas que van a dar a Santiago, se ven otras tantas plagadas de palmas sin pencas; se ven techos de los que solo quedaron vigas. Pero, casi por milagro, esos son los menos. Hay quien encima les puso sacos llenos de arena, bloques o hasta cepas de plátano. Hay quien amarró su casa de suelo a suelo, le selló puertas y ventanas con tablas o planchas de acero, y así la salvó o, más bien, se salvó a sí mismo –y a los suyos– de lo que muchos no pudieron salvarse: de perderlo casi todo.

Después de este huracán, hay cosas que nunca volverán a ser como antes. Y no hablamos de techos, ni de maizales, ni de televisores que nadaron por aguas turbias, ni de ropas que ahora son harapos.
Hablamos de vidas: las vidas de quienes sintieron crujir la madera de los árboles de sus patios; de quienes vieron volar tejas y caer filas enteras de ladrillos; de quienes escucharon el viento más espeso que nunca; de quienes no durmieron; de quienes salieron, después del ojo y su pared circular, a levantar paredes propias, casas nuevas, bultos verdes que «atragantaban» vías, niñas en helicópteros y ancianos en manos.
Ya pasan las seis de la tarde. Hoy no llegaremos a Granma. Mañana, quién sabe… Será otro día.





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