ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
La laja que antes aliviaba este paso está sepultada por piedras, y el terraplén contiguo obstruido con árboles de no sé cuántos años entre los que un humano pasa, pero un carro no. Foto: Nieves Molina

San Pablo De Yao, Sierra Maestra.–Parece un naufragio lleno de cosas vivas. Pero naufragio, como quiera que sea. El mar que lo tragó no pudo digerirlo. Y ahora, de a poco, lo regurgita.

El agua, que tanto llevó consigo y tanto dejó por ahí, ahora limpia lo que puede. La lanza el cielo a las calles, para que deslave el desastre. La lanzan a casas que, rara vez, la vieron venir con tanta rabia. Y, a estas alturas, vaya usted a saber qué hallará bajo el fango, cuando esa agua corra; vaya usted a saber qué no encontrará nunca.

En San Pablo de Yao –un pueblo de la Sierra Maestra– las huellas que va coleccionando el suelo sobrepasan la cuarta de profundidad y, como hechos por un niño que quiere construir castillos, invaden el asfalto bultos de arena impura, arena que no supo agarrarse a nada cuando llegó la corriente.

El río no entiende de límites cuando se le alimenta demasiado. No cree en quien tiene mucho, ni en quien tiene «bien poco». No cree en muertos que necesitan entierro, ni en escuelas, ni en necedades, ni en álamos con más de 200 años en los que se vivió de todo –y un poco más–, ni en bebés que golpean panzas porque llevan 38 semanas dentro.

Lo que pasa es que el río, cuando se le alimenta demasiado, no cree en nadie. Por eso en el estadio que habían renovado hace algún tiempo, en el que se tiraban parapentistas y bolas de beisbol y de fútbol, solo dejó los dos dugouts, un muro y alguna yerba prepotente.

Quienes son de por aquí dicen estar vivos gracias «a que ese cuadro de pelota no aguantó». El agua, dividida en dos bandos, pretendía llegar hasta los techos, sacar columnas de raíz. Pero, cuando los muros de aquel lado cayeron, cortó camino por el terreno, fundida en un solo cuerpo, uno que empapó las últimas cuatro tablas que componen cada pared de esta casa a la que el único muro sobreviviente le queda tan cerca que sirve de secadero a las telas aún húmedas.

«Válgale a la ayuda de los vecinos», que trajeron azadón o lo que hiciera falta para sacar aquello que la corriente trajo, que dieron su casa para que fuera, también, de otros, al menos por medio día.  «Válgale a eso», para coger fuerzas cuando vio el tronco caído encima del techo de la sala. «Di un grito», dice Leticia Cámbar. Aunque el río no invadió tanto, invadió lo suficiente.

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«...invaden el asfalto bultos de arena impura, arena que no supo agarrarse a nada cuando llegó la corriente». fotos: Nieves Molina Foto: Nieves Molina

Son poco más de las 11 de la mañana. Hace nada dejamos en Piñuela a un señor de setenta y tantos años que iba a recorrer a pie más de dos kilómetros para llegar a su casa, por primera vez, luego del huracán.

Más adelante, bajarnos fue chocar con un cambio en la geografía. La calle nos llevó hasta donde pudo: a un corte abrupto en el que el río, cansado de su propia inmensidad, se despedazó, colonizando dos caminos distintos. Hay que cruzarlos, si queremos llegar.

Eleazar, el niño que está «en segundo» y quiere salir por el periódico «para tener muchas fans», mira para enfrente y suelta: «¡qué rico está eso pa´ bañarme!». La madre –Yulié– y su «mana» Yudita a cada rato le tiran un «Cuidaooo, Eleazaaarrr», porque él lo mismo se lanza corriendo por encima del fango que le hace presión a los montones de tierra para que acaben de derrumbarse.

Por el camino vimos a tres señoras con morrales al hombro, recogiendo café, para «ver si rescatamos algo, porque eso nos llevó la mitad del campo».

Más adelante, hay alfombras de yerbas secas cubriendo troncos de árboles en el barranco, «postes de la luz» regados por la calle, manchas de humedad, «gajos» por dondequiera.

En lo que hace unos meses fue la única tienda en divisas de Yao –para andar más ligeros– y ahora es solo un «local de Comercio», están reunidos algunos funcionarios del pueblo. Onelbis Osorio Agüero, la presidenta del Consejo Popular, no aguanta en el rostro otra estela de cansancio. Dice que –los del mismo pueblo– no han «parao», que –hasta el sábado en la tarde–, habían visitado 953 casas, de las cuales 63 se inundaron, ocho están derrumbadas parcialmente, y cinco de forma total. Pero la gente por ahí se queja de que aquí «no ha venido nadie» y, aunque alguien nos confirma lo contrario, es cierto que los mismos hombres que viven montaña arriba son quienes han ido abriendo los caminos a machete porque se lo saben de memoria, aunque ni siquiera se vea.

Pasa que el puente que da acceso al pueblo ahora es un esqueleto roído y no existe maquinaria que le pase por arriba porque capaz que lo destroce más. Ayer llegó una brigada de Holguín y «van a ver que hacen», pero «ese puente se ha derrumba’o unas cuantas veces, porque siempre que lo arreglan no lo hacen como tienen que hacerlo». Y esta vez el río, con su reorden extraño, ha dejado claro que se necesita uno más grande, uno más alto, porque si no él se lo seguirá llevando a trozos cuantas veces quiera.

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«...para ver si rescatamos algo, porque eso nos llevó la mitad del campo». Foto: Nieves Molina

Dos veces más cruzamos el río para llegar hasta aquí, junto a un señor que ha vivido más de 70 años y va, bastón en mano, a ver a su hijo, «a saber de él». La laja que antes aliviaba este paso está sepultada por piedras, y el terraplén contiguo obstruido con árboles de no sé cuántos años entre los que un humano pasa, pero un carro no.

Vamos para la casa de María Antonia, que se construyó con tablas «de madera buena» hace más de cien años. Algunas sobreviven a la humedad, como el colchón que hay en la sala. Por la ausencia de una teja de zinc entró el agua y mojó cuanto quiso.

Y, allá abajo, en la ladera de la montaña –extensión del jardín– «yo tenía un área de café caturra con la que casi cumplí el estimado –50 latas– y se la llevó completa. Fíjate que yo no he podido llegar allá abajo. Hoy fue el hijo mío y me dijo: “Mami, yo después te voy a llevar para que veas eso, pero ahí no se puede hacer nada”. El río se desvió pal cafetal y arrasó».

A la vuelta, a uno de los cables del tendido eléctrico alguien le ha amputado un trozo de más de un metro. Dice el herrero que «tenían que echarles 50 años».

Por estos lares en que se respira Sierra, desde el portal de una casa a la que el agua no llegó casi por designio divino, Alexei Bravo nos dice algo claro: «Ahora hay que levantarse. No queda de otra».

                 

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