
De símbolos está lleno el entorno que nos rodea; representaciones que, en ciertos casos, nos pasan totalmente inadvertidas, pero, en otros, tienen una relación directa con nuestra cosmovisión del mundo, con la persona que somos o queremos ser, con las cosas que amamos y que pueden llegar a tocar muy hondo nuestra sensibilidad.
Hay «símbolos» y «símbolos». Muchos tienen un carácter tan superficial que pasan por nuestras vidas circunstancialmente y sin dejar huella alguna. Existen, están ahí, pero no nos apropiamos nunca de ellos desde un ámbito emotivo.
Sin embargo, hay otros con los que nos identificamos de tal manera, que el solo hecho de verlos desencadena sentimientos incomparables. Nos mueven las fibras más profundas, porque están indisolublemente ligados a conceptos como la fidelidad, el respeto, la moral, la ética, la identidad, el patriotismo.
Esos símbolos tienen un lugar cimero en nuestras vidas; debido, sobre todo, a que nuestro lazo con ellos comienza en etapas muy tempranas.
No se trata de un proceso paulatino de adoctrinamiento, como intentan hacer creer quienes distorsionan la esencia del socialismo cubano. Lo que permite que nuestras niñas y niños los amen, reconozcan, cuiden y estén dispuestos a protegerlos es que se trata de un asunto cívico, en el que interviene el sistema educacional, pero que responde en definitiva a la necesidad de todo ser humano de asumir su nacionalidad, de saberse parte de un pueblo, de un país.
Los símbolos, de manera general, tienen para los infantes connotaciones muy significativas. En una etapa de la vida en la que prima la aprehensión de herramientas imprescindibles para conocer el mundo y adaptarse a él, para integrarse socialmente, esos signos que establecen una relación con determinada realidad los ayudan a orientar sus capacidades.
Es cierto que en edades tempranas todavía se desconoce el significado real de muchas cosas, y la inocencia prima por encima de las visiones objetivas de la realidad. Sin embargo, poco a poco, crece un sentido de pertenencia hacia lo más cercano; en mayor medida porque los valores de los que nos apropiamos tienen referentes, los heredamos de seres humanos, de tradiciones, de la sedimentación de una ideología que se enriquece de una generación a otra, pero que mantiene puras sus esencias.
Y como resultado de esa mezcla, que combina lo tangible y lo intangible, que enlaza cada pedazo de historia, que nos define, nace la cubanía, asociada de manera invariable al concepto de Patria. Esa es la mayor muestra de maduración de un pueblo que tiene tan arraigado el amor incondicional a su tierra, que es capaz de morir por ella.
Es eso precisamente lo que se respira en el hogar, en la escuela, en el barrio, y es un proceso espontáneo, que forma parte ya de nuestra cotidianidad. No es de extrañar entonces que, bajo ese ejemplo, nuestros niños, por sí mismos, sean capaces de tener, aun desde pequeños, un elevado sentido de justicia, un claro discernimiento de lo que es correcto y lo que no, de lo que merece admiración y respeto, y lo que, por el contrario, es objeto de indignación y repudio.
Quien haya tenido la oportunidad de estar en el matutino de cualquier escuela cubana sabe que en ningún lugar se entonan con más fuerza y alegría las notas del Himno Nacional, que en ningún sitio se respeta más que allí la ceremonia de izar la bandera, que nadie mejor que un niño conoce al dedillo el significado de cada parte del escudo.
El motivo va mucho más allá de la energía que le imprimen a todo lo que hacen. Es más bien su manera de demostrar que aman a su país, que reconocen, por encima de todo lo demás, aquello que los representa. Y entre muchas banderas rápidamente identifican la suya, y donde se escuche el Himno se detienen, lo cantan, y señalan el escudo en cualquier parte donde se encuentre.
Muy pronto comprenden que esos símbolos presiden los momentos más trascendentales de la Patria, y que eso sucede desde mucho antes de que nacieran. Aprenden el por qué desde el mambí que peleaba en la manigua hasta el campeón olímpico que admiran, levantar la bandera es también decir, aun sin palabras, que es un orgullo ser cubanos y que hay muchas maneras de enarbolar ese sentimiento, siempre que sea desde la honra y la ética.
Porque esos símbolos cuyo apellido es innegablemente «patrios» son la primera aproximación clara, real, a lo que significa saberse cubano. Identificarlos es la señal inequívoca de que se trata de Cuba y no de otra nación, de que estamos en presencia de algo propio, único y, por ende, irrepetible.
En la medida en que pasan los años, y existen herramientas cognitivas suficientes para comprender de qué tratan la libertad, el altruismo, la dignidad; qué principios son irrenunciables y por qué; qué valores nos distinguen ante el mundo, entonces esa bandera, ese himno y ese escudo, adquieren un significado mucho mayor, y una afrenta contra ellos se siente en la piel, como si se cometiera contra nosotros mismos.
La infancia es la base de la vida. Aquello que desde esos maravillosos años gana un espacio en nuestro pensamiento y, sobre todo, en nuestro corazón, nos acompaña para siempre.
Por eso no es de extrañar que para todo cubano patriota, en el lugar del pecho donde llevamos las cosas que son para nosotros más sagradas, aquellas que estamos dispuestos a defender a toda costa, guardemos también con celo la Bandera de la Estrella Solitaria, el Himno de Bayamo y el Escudo de la Palma Real.
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