ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Hay una redondilla de Martí en Versos Sencillos que siempre llamó mi atención:

¡Verso, nos hablan de un Dios

adonde van los difuntos:

Verso, o nos condenan juntos,

o nos salvamos los dos!

¿Por qué Martí dialoga con el verso como si este fuera su alter ego, quintaesencia de sí mismo: monólogo a dos voces, secreto en voz alta?¿Qué circunstancias torturaban al Maestro?¿Por qué esos relámpagos en rima: según nos dice, «nacidos de grandes miedos, o de grandes esperanzas, o de indómito amor a la libertad, o de amor doloroso a la hermosura» –«testamento poético»–, según los llamó Fina García Marruz?

En el prólogo de Versos Sencillos, Martí confiesa: «Mis amigos saben cómo se me salieron estos versos del corazón. Fue aquel invierno de angustia, en que por ignorancia, o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos».

Martí se refiere a la llamada Conferencia Panamericana, celebrada en diciembre de 1889: evento al que asistió la mayoría de los países de América. En carta al director del periódico La Nación, de Buenos Aires, dice: «Las entrañas de este congreso están como todas las entrañas, donde no se las ve». Fue aquel congreso una manera de ejercer lo que hoy llamamos «Smart Power», esa combinación de estrategias que dosifica el «poder duro» y el «poder blando» –diplomacia del palo y la zanahoria–: política exterior que ese país norteño sigue ejerciendo en nuestros días.

Acerca de la ingenuidad de los países del sur, abunda Martí: «Y mientras unos se preparan para deslumbrar, para dividir, para intrigar, para llevarse el tajo con el pico del águila ladrona, otros se disponen a merecer el comercio apetecido con la honradez del trato y el respeto a la libertad ajena».

Sobre el triunfalismo y la arrogancia en los círculos de poder estadounidenses, muestra elocuentes titulares de periódicos locales. Uno encabezaba la noticia con: «El destino manifiesto»; otro: «Ya es nuestro el golfo»; otro más: «El sueño de Clay» (refiriéndose a Henry Clay, secretario de Estado entre 1824 y 1827, bajo la presidencia de Adams, quien había lidereado la política expansionista de Estados Unidos).

En cuanto a nuestra Patria, denuncia que el ministro Palmer negocia a la callada en Madrid la adquisición de Cuba, mientras, por otro lado, el senador Tall presenta en el Congreso una proposición para que Estados Unidos procuren, mediante garantía de pago, que España consienta que la isla sea república «libre e independiente». ¿Y a qué ir a buscar lo real de la proposición?, –pregunta al señalar el verdadero interés de aquellas negociaciones: apoderarse de Cuba–.

Así, entonces, la poesía fue hombro cálido y oído confesor para aliviar el martirio en aquellos momentos de incertidumbre. Cómo dolía en la fe ver a quienes soñaban con unos Estados Unidos dulces como «gigante de azúcar», un país «que va a poner en la riqueza y en la libertad a los pueblos que no la saben conquistar por sí propios».

Ciertamente, el Verso salvó a Martí de los oscuros tropeles que no solo fueron del alma. Del verde monte y los arroyos de la sierra, a donde lo envió el médico, salió –poesía mediante– con la paz furiosa necesaria para escribir Nuestra América: ensayo de pensamiento ancho, clarividente, de un carmín encendido sobre una realidad que parece de hoy mismo.

Coloca su dedo justo sobre las dos principales amenazas que todavía enfrentan nuestros pueblos: la desunión y la voracidad imperialista de Estados Unidos, y avisa la necesidad de fundar un pensamiento propio, y andar en cuadro apretado, en marcha unida, como la plata en las raíces de los Andes.

Los Versos Sencillos fueron, sin duda, bálsamo y fermento para un Martí que salió sempiterno de ellos. El punto de giro entre aquella perplejidad inicial y el necesario furor sosegado que alcanzó más tarde, quizá lo hallemos en esta redondilla:

¡Hay montes, y hay que subir

los montes altos: ¡después

veremos, alma, quién es

quién te me ha puesto al morir!

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