En las ojeras del médico que todos vimos uno de estos días en las noticias, está implícita, como una extraña amalgama de cansancio y entereza, la entrega de estos seres que hoy ponen una barrera a una de las enfermedades más mortíferas de la era moderna. Y cuando digo médico, entiéndase también científicos, enfermeras, camilleros, choferes de ambulancia, laboratoristas, estudiantes de cualquier rama de la Salud...
Leer en esas ojeras y en las arrugas que tejen sus frentes cuando hablan del número de decesos o de niños infectados, invita a pensarlos como humanos, y no como superhéroes.
En esa primera línea de combate están todos. Muchos de ellos engrosan también los grupos de población vulnerable ante la enfermedad, por tener padecimientos asociados y más de 60 años. No importa cómo, están allí, y cuando el virus alcanza a infectar a alguno, duele cien veces más fuerte. Nuestros médicos no solo se exponen, sino que también se enferman en el ejercicio de protegernos.
Después de la fatiga y la tensión que imponen los hospitales y centros de aislamiento, ninguno puede irse a casa ni quitarse, con el uniforme, la preocupación del trabajo. Las rotaciones, entonces, se vuelven eternas, así como las ganas de abrazar a su familia cuando, de la sala de urgencias, tienen luego que aislarse en otro sitio, para no dar chance al virus.
A esto súmesele que, ya en el hogar, la vida les impone retos más comunes, como salir por provisiones (y todo lo que esto implica), después, quizá, deban limpiar la casa e intentar dormir. Tenderles la mano en cualquiera de esas acciones, sería el complemento perfecto para el coro de aplausos de las nueve en punto. El buen juicio, el acompañamiento y la gratitud hacia los que visten batas blancas también podrán tirar hacia abajo la curva de contagio, y en esa tarea contamos todos.
Hoy, gracias a la sabiduría de la Revolución y, por ende, a Fidel, la covid-19 no nos ha tomado desprevenidos. En todo nuestro sistema de Salud, desde el consultorio que tenemos a la vuelta de la esquina, hasta el más equiparado de los hospitales, miles de personas nos guardan las espaldas sin costo alguno; solo contabilizan el tiempo que le roban a la enfermedad. Esa concepción humanista que ha calado en los huesos de todos los cubanos, tiene su más diáfana expresión en el cuerpo de cada galeno. Y uno se siente a salvo desde el momento en que preguntan qué nos duele.
En ellos están puestas, más que nunca, las esperanzas de un día sin muertos, ni tos, ni fiebres altas que generan sospechas… un día, como eran los días antes de esta crisis. Por ellos, y desde casa, deberíamos aplaudir hasta que duelan las manos. Un aplauso tan alto en decibeles que no alcance solo al balcón vecino, sino a cada rincón del mundo donde haya un médico nuestro salvando vidas.
COMO QUIEN OFRECE UN SALVAVIDAS Al MUNDO EN APRIETO
Los embajadores de batas blancas pusieron casa en Argelia, allá por los años 60, y el país más extenso de África fue sanando desde adentro.
Más de medio siglo y cientos de experiencias internacionalistas después, aquella idea en ciernes de poner médicos y no bombas en el tercer mundo, devino una realidad tan vasta como opacada por los grandes consorcios mediáticos que hoy mueven los hilos del planeta. Sin embargo, Cuba y su ejército –armado únicamente con la voluntad de sanar y con el amor– siguen dando el pecho a las enfermedades más temidas, siguen salvando.
Es difícil desviar la atención de la pandemia por el nuevo coronavirus que ya ha azotado a millones de personas en todo el mundo; pero si de cooperación médica se trata, los créditos a nuestros galenos involucran un sinnúmero de dolencias, otras áreas geográficas y muchos nombres de personas y comunidades. La brigada Henry Reeve y la operación Milagro, por solo traducir aquellas que pasan por mi mente, son, cuanto menos, dos episodios remarcables de la sensibilidad cubana en el mundo, esa que dio frente también al cólera en el dolido Haití, o al terrible virus del ébola, en varios países de África.
Otra sería la historia de Ecuador, en tiempos grises de la COVID-19, si en Guayaquil, o en cualquier rincón de ese país, se alzara una carpa sanitaria con un médico cubano dentro. Quizá Brasil no calculara, como quien cuenta personajes de un relato, los números estimados de muertos y enfermos en las favelas, donde un doctor es poco menos que un dios. Y así, Bolivia, como cualquier otro pueblo donde vivan hombres y mujeres sin dinero ni esperanza.
Debe hinchársele el pecho a cualquier cubano, en la Isla o en la diáspora, cuando una bandera y un himno suyos enmarquen el escenario más crítico de la tragedia que supone el SARS-Cov-2. ¿Cómo no imaginarse esa sensación de alivio que está sembrando nuestra brigada médica en Lombardía, desde que Italia fue diana y epicentro de la pandemia, unas semanas atrás? Las redes sociales están plagadas de historias de ese corte, y no son pocas las imágenes de calles en varias ciudades donde se sustituyeron anuncios por carteles de agradecimiento a Cuba y a sus médicos.
Debajo de las batas blancas y las mascarillas, no hay superhéroes al estilo Marvel. No. Un médico es tan solo un ser humano capaz de discernir, sin miramientos, entre aquello que está bien y todo lo que está mal, porque, esencialmente, ha sido tocado por el amor.



















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Lourdes dijo:
1
2 de mayo de 2020
14:27:31
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