ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Finlay consagró su vida al bienestar de los demás. Foto: Archivo

Tras sufrir la nación norteña una devastadora epidemia entre 1878 y 1879 (abarcó más de cien ciudades), y creyendo que la fiebre amarilla era una enfermedad importada, el gobierno de los Estados Unidos propuso reunir en una conferencia internacional a las principales potencias marítimas de la época.

El objetivo básico de la cita consistía en buscar un acuerdo capaz de garantizar por parte de inspectores norteamericanos la revisión de los barcos fondeados en cualquiera de los países que mantuvieran vínculos comerciales con ellos, y certificar mediante la entrega de una patente sanitaria, si podían entrar o no a los puertos de la Unión.

Bajo tal premisa, el cónclave fue programado para el mes de febrero de 1881 en Washington, y España estuvo dentro de la relación de estados invitados. Con la finalidad de representar a Cuba y Puerto Rico, la metrópoli designó al médico Carlos Juan Finlay, nacido el 3 de diciembre de 1833 en la entonces Villa de Puerto Príncipe (actual Camagüey), y quien ya en julio de 1872, había ingresado en la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.

Como plantea su desaparecido biógrafo y reconocido historiador de la ciencia, doctor José López Sánchez, Finlay llegó con retraso a la reunión, cuyas discusiones se habían centrado básicamente en los aspectos legales de la moción presentada por Estados Unidos, pero sin alcanzar acuerdo concreto alguno. No pocos delegados argumentaban que no existía medio eficaz que determinara la existencia de los gérmenes causantes de la fiebre amarilla en las naves marítimas, y por tanto era imposible detener su propagación.

Hombre modesto y trabajador infatigable, el galeno cubano de 48 años habló inicialmente en el foro para plantear que en La Habana la enfermedad era estudiada con sumo interés, relatando, además, los trabajos desarrollados sobre el tema por la comisión que él presidía dentro de la Sociedad de Estudios Clínicos existente en la Mayor de las Antillas.

Luego de escuchar los proyectos enunciados por los representantes de España y Portugal, Finlay tomó de nuevo la palabra para argumentar su voto favorable a las dos propuestas presentadas.

En mi opinión, expresó, para que el flagelo se propague son necesarias tres condiciones: “La existencia previa de un caso de fiebre amarilla, comprendido dentro de ciertos límites de tiempo con respecto al momento actual, la presencia de un sujeto apto para contraer la enfermedad, y la presencia de un agente, cuya existencia sea completamente independiente de la enfermedad y del enfermo, pero necesaria para transmitir la enfermedad del individuo atacado de fiebre amarilla al hombre sano”.

Mi único objetivo, agregó, es de­mostrar que “si mi hipótesis u otra análoga llegase a realizarse, las medidas que hoy se toman para detener la fiebre amarilla resultarían ineficaces, toda vez que se estarían combatiendo las dos primeras condiciones, en lu­gar de atacar la tercera, para destruir el agente de transmisión o apartarlo de las vías por donde propaga la enfermedad”.

Con esas palabras, el 18 de febrero de 1881 Finlay esbozó por primera vez su más grande y original aporte a la medicina del siglo XIX: la revolucionaria teoría científica del contagio de las enfermedades a través de un ente intermedio, así como el postulado más valioso expuesto hasta ese mo­mento para la prevención y profi­laxis de muchos padecimientos epidémicos y contagiosos, la supresión del vector.

Lamentablemente los participantes en la Conferencia de Washington no repararon en lo expresado por el sabio cubano. De haberlo hecho, el camino para controlar y erradicar la fiebre amarilla se habría acortado en más de tres lustros, evitando la muerte de miles de personas más en diversas partes del mundo.

Apenas seis meses después, el 14 de agosto de 1881, Carlos Juan dio a conocer su doctrina ante la Real Aca­demia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, ocasión en la cual completó su descubrimiento al identificar al mosquito Culex (hoy Ae­des aegypti), como el transmisor de la enfermedad.

Justo en el año del centenario de su fallecimiento, el legado del más universal de los científicos cubanos tiene plena vigencia, y nadie pone en duda la eficacia de las campañas antivectoriales para la eliminación de un gran número de dolencias.

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pjmlián dijo:

1

17 de febrero de 2015

22:49:02


Tanto debe la humanidad a la sabiduría de nuestro insigne hombre de ciencias. Ha debido transcurrir poco más de un siglo, NO EN NUESTRA PATRIA pero sí en otros países, para que este destacado galeno cubano sea reconocido por sus aportes inmensos al bienestar de todos. pjmelián

Antonio Vera Blanco dijo:

2

18 de febrero de 2015

13:03:18


Lamentablemente, aún no hemos aprendido a erradicar los vectores y como las ratas proliferan, de entre las piedras.