
Este 6 de noviembre falleció, en La Habana, Manuel Pérez Paredes, quien pasó desde hace mucho a la historia del cine cubano por dirigir un clásico como El hombre de Maisinicú (1973).
Bricolaje algo inusual para su época de cine histórico, épico, político, bélico-docufictivo, de estructura tendente a la fragmentación, este largometraje abre con una secuencia de fortísima carga sensorial que, sin necesidad de explicaciones verbales, pone en contexto al espectador.
Esas imágenes, duras, impactantes, provistas de un movimiento cinemático a lo Kurosawa –en alguna medida, la conformación fragmentada del filme igual le debe al maestro japonés–, dan cuenta de los asesinatos cometidos en el Escambray contra la población indefensa, por parte de los bandidos financiados por EE. UU.
En su ópera prima dentro del largometraje de ficción, Pérez (coguionista con Víctor Casaus) escribe un libro cinematográfico convertido en loable ejercicio de síntesis, en su acercamiento a una figura de la talla histórica de Alberto Delgado, agente de la Seguridad del Estado, quien tanto contribuyó a la desarticulación de esas bandas contrarrevolucionarias.
El realizador –mediante pericia muy poco usual en las primeras lides– levanta una película de una energía interna extraordinaria, eludiendo el planteo del relato aristotélico, lineal, al conformar un trabajo que se vale de constantes flashbacks y flashforwards, dotado de pragmáticos manejos del suspenso y dosificación factual.
Una película armada sin ningún complejo a la hora de acriollar el ritmo punzante del noir, distinguida por la encomiable fotografía de Jorge Herrera, así como por una incontestable dirección de actores, cuyo elenco tuvo la fortuna sin par de estar encabezado por ese purasangre de la actuación nombrado Sergio Corrieri.
El cine cubano debe agradecerle eternamente a Manuel Pérez la realización de película semejante, cuyo aporte a la interpretación de sucesos de la historia revolucionaria es impagable; por tanto, de necesario visionado por las nuevas generaciones.
El fundador del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) recibió en 2013 el premio Nacional de Cine, en recompensa a una obra de amor, entrega y resultados.
La distinción –concedida a quienes realizan un aporte trascendente al desarrollo del arte fílmico y a su industria–, recayó en un ser humano de elevado sentido de la ética, en un investigador acucioso de nuestra historia patria, en una persona que vivió en función de la pantalla nacional, varios de cuyos títulos asesoró e impulsó durante su etapa de director de uno de los grupos de creación del Icaic.
Nacido en La Habana, el 19 de noviembre de 1939, el director de las cintas de ficción Río Negro (1977), La segunda hora de Esteban Zayas (1984) y Páginas del diario de Mauricio (2006), comenzó a trabajar en el Icaic como asistente de dirección, además de formar parte de 34 ediciones del Noticiero Icaic Latinoamericano. Fue asistente de dirección de Tomás Gutiérrez Alea en el cuento La batalla de Santa Clara, del filme Historias de la Revolución.
Su debut en el documental acontece en 1961, por medio de Cinco Picos. Engrosaría el género con Caimanera (1962), Pueblo de estrellas bajas (1963), La esperanza (1964), Grandes y chiquitos (1966) y De viaje con los mejores (1967), entre otros.
El también fundador del Comité de Cineastas de América Latina –constituido hace casi medio siglo en Caracas–, miembro del consejo directivo de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano e integrante de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, recibió el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de las Artes.
Su amor hacia el cine era tanto, que no le bastó con dirigir, escribir, o asesorar, sino que, a la manera de los míticos autores de la Nueva Ola Francesa, también practicó la crítica. Un creador total.












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