–Oiga, déjeme hacerle una pregunta, ¿ustedes tiran fotos? –increpa una niña de seis años en San Luis, Santiago de Cuba. Pone semblante agudo, como quien se encuentra ante un asunto serio y urgente.
–Sí.
–¿Y trabajan dónde? ¿En el «fotoservi»?
***
Unos pocos quilómetros al este, otro, igual de pequeño, juega con un trozo de tabla, que intenta guardar tras el elástico de su pantaloneta, ingeniando una suerte de funda entre la tela y la piel.
Tiene el pecho descubierto, va descalzo, la madre a ratos saca el ojo a la puerta y medio que lo vigila, para cerciorarse de que aún no haya matado a nadie con su pistola improvisada, sin acabados, ni retoques, ni detalles, porque quién le va a decir a este chiquillo de valle entre montañas que eso no dispara, que no significa algo real también para quienes no son él.
El niño no se aleja mucho del portal, casi no sale del mismo trozo de acera. Se baja un poco el short, orina con desgane en la cuneta, sube la prenda, mira amenazante a todo y todos, hasta que descubre, al otro lado de la calle, una cámara fotográfica.
Entiende entonces que ha llegado el momento que lleva toda la tarde esperando. Qué la tarde… la vida.
De un brinco reconfigura sus piernas, resuelve la mano y empieza a aniquilar al maldito fotógrafo.

***
La cámara deambula por los subibajas de la ciudad de Santiago de Cuba cuando una voz la llama.
–Ven para que veas cómo tengo la casa, ven y mira –y la cámara va.
Aquí nadie va a hablar solamente del huracán de turno. No se puede, porque el buche se tranca. Si se dialoga de borrascas, se compara, inevitablemente, la que acaba de pasar con el Sandy. Todo el mundo va a decir que el primero fue peor para Santiago, pero ninguno se atreverá a espetar que Melissa fue animal manso.
La ciudad es testimonio mismo, en las palmas requemadas de las lomas, en los cables del suelo por aquí y acullá, en las miles de viviendas quebradas, en el mucho gajo, en el mucho tronco todavía hoy apilado, ya sea en calles de casas lindas, ya sea en calles de casas feas.
Entra por un pasillo estrecho la cámara, ve la pared cuarteada arriba, las raíces vivas de un árbol vivo que le entran, y la cámara entiende que en medio de todo hay asuntos más largos y profundos que la última ventolera.
Y unas niñas del pasillo la han visto y detienen por completo su juego, porque algo grave está pasando cerca, un aparato raro. Nunca dijeron si fue miedo o sorpresa lo que sintieron al verla. Ellas solo detuvieron su bendito juego, que es la vida reproduciéndose en su minuto a minuto. La próxima reacción será abrazarse y sonreír, como solo parece que en Santiago, a pesar de los pesares, sabe hacerse.
***
Calles más abajo la gente va y viene. Pero la gente grande tiene muchas cosas en la cabeza, líos gordos, complejos, sueños en camino, recuerdos borrados y borrosos y firmes, por eso no se inmutan con una cámara, pero los niños de allá sí.
Hacen como que juegan, pero se les nota que fingen, que hay un intruso, y acaban, lentamente, por esconderse.
Entonces queda solo uno, que se asume más fiero que el ciclón, porque el ciclón se fue y él está aquí.
Y la cámara no le gusta, porque el barrio es el barrio, y lo extraño no siempre se asume bien.
El niño solo se recuesta a una pared de edificio y estira las piernas con una guapería nostálgica que huele a chantaje, en tanto deja ver el horizonte de ladrillos al fondo, como quien le dice a la cámara, o a la otredad del mundo allá afuera que ella representa:
–No te vayas a equivocar. Todo esto que estás viendo, con paredes roídas y matas acabadas, todo esto, tú, quien seas, todo esto es mío…






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