Parece un naufragio lleno de cosas vivas. Pero naufragio, como quiera que sea. El mar que lo tragó no pudo digerirlo. Y ahora, de a poco, lo regurgita.
El agua, que tanto llevó consigo y tanto dejó por ahí, ahora limpia lo que puede. La lanza el cielo a las calles, para que deslave el desastre. La lanzan a casas que, rara vez, la vieron venir con tanta rabia. Y, a estas alturas, vaya usted a saber qué hallará bajo el fango, cuando esa agua corra; vaya usted a saber qué no encontrará nunca.
En San Pablo de Yao –plena Sierra Maestra– las huellas que va coleccionando el suelo sobrepasan la cuarta de profundidad y, como hechos por un niño que quiere construir castillos, invaden el asfalto bultos de arena impura, arena que no supo agarrarse a nada cuando llegó la corriente.
El río no entiende de límites si se le alimenta demasiado. No cree en quien tiene mucho, ni en quien tiene «bien poco». No cree en muertos que necesitan entierro, ni en escuelas, ni en necedades, ni en álamos con más de 200 años en los que se vivió de todo –y un poco más–, ni en bebés que golpean panzas porque llevan 38 semanas dentro.

El río, cuando se le alimenta demasiado, no cree en nadie. Por eso al estadio que habían renovado hace algún tiempo, en el que se tiraban parapentistas y bolas de béisbol y de fútbol, solo le dejó los dos «dugouts», un muro y alguna yerba prepotente.
Quienes son de por aquí dicen estar vivos gracias «a que ese cuadro de pelota no aguantó». El agua, dividida en dos bandos, pretendía llegar hasta los techos, sacar columnas de raíz. Pero, cuando los muros de aquel lado cayeron, cortó camino por el terreno, fundida en un solo cuerpo, uno que empapó las últimas cuatro tablas que componen cada pared de esta casa a la que el único muro sobreviviente le queda tan cerca que sirve de secadero a las telas aún húmedas.
«Válgale a la ayuda de los vecinos», que trajeron azadón o lo que hiciera falta para sacar aquello que la corriente trajo, que dieron su casa para que fuera, también, de otros, al menos por medio día. «Válgale a eso», para coger fuerzas cuando vio el tronco caído encima del techo de la sala. «Di un grito», dice Leticia Cámbar. Aunque el río no invadió tanto, invadió lo suficiente.

Son poco más de las once de la mañana. Hace nada dejamos en La Piñuela a un señor de setenta y tantos años que iba a recorrer a pie más de dos kilómetros para llegar a su casa, por primera vez, luego del huracán.
Más adelante, bajarnos fue chocar con un cambio en la geografía. La calle nos llevó hasta donde pudo: a un corte abrupto en el que el río, cansado de su propia inmensidad, se despedazó, colonizando dos caminos distintos. Hay que cruzarlos, si queremos llegar.

Eleazar, el niño que está «en segundo» y quiere salir por el periódico «para tener muchas fans», mira para enfrente y suelta: «¡qué rico está eso pa´ bañarme!». La madre –Yulié– y su «mana» Yudita a cada rato le tiran un «Cuidaooo, Eleazaaarrr» porque él lo mismo se lanza corriendo por encima del fango que le hace presión a los montones de tierra para que acaben de derrumbarse.
Por el camino vimos a tres señoras con morrales al hombro, recogiendo café para «ver si rescatamos algo, porque eso nos llevó la mitad del campo».

Más adelante, hay alfombras de yerbas secas cubriendo troncos de árboles en el barranco, «postes de la luz» regados por la calle, manchas de humedad, «gajos» por dondequiera.
En lo que hace unos meses fue la única tienda en divisas de Yao –para andar más ligeros– y ahora es solo un «local de Comercio», están reunidos algunos funcionarios del pueblo. Onelbis Osorio Agüero, la presidenta del Consejo Popular, no aguanta en el rostro otra estela de cansancio. Dice que –los del mismo pueblo– no han «parao», que –hasta el sábado en la tarde–, habían visitado 953 casas, de las cuales 63 se inundaron, 8 están derrumbadas parcialmente y 5 de forma total. Pero la gente por ahí se queja de que aquí «no ha venido nadie» y, aunque alguien nos confirma lo contrario, es cierto que los mismos hombres que viven montaña arriba son quienes han ido abriendo los caminos a machete porque se lo saben de memoria, aunque ni siquiera se vea.
Pasa que el puente que da acceso al pueblo ahora es un esqueleto roído y no existe maquinaria que le pase por arriba porque capaz que lo destroce más. Ayer llegó una brigada de Holguín y «van a ver que hacen», pero «ese puente se ha derrumbao unas cuantas veces porque siempre que lo arreglan no lo hacen como tienen que hacerlo». Y esta vez el río, con su reorden extraño, ha dejado claro que se necesita uno más grande, uno más alto, porque si no él se lo seguirá llevando a trozos cuando le venga en gana.

Dos veces más cruzamos el río para llegar hasta aquí, junto a un señor de unos setenta años que va, bastón en mano, a ver a su hijo, «a saber de él». La laja que antes aliviaba este paso está sepultada por piedras y el terraplén contiguo, obstruido con árboles de no sé qué edad, entre los que un humano pasa, pero un carro no.
Vamos para la casa de María Antonia, construida hace más de 100 años con tablas «de madera buena» que ahora son el símil de un paciente con cáncer. Por la ausencia de una teja entró el agua y mojó cuanto quiso. Hace un rato, empezó la lluvia y hubo que traer el colchón para la sala. Hoy no se secará. Mañana, tampoco.
Desde el portal en que el viento se llevó un trozo de techo, el cafetal parece una mata de moriviví recién dormida: un muerto vivo. «Con esa área de café caturra casi cumplí el estimado –50 latas– y mira, se la llevó completa. Fíjate que yo no he podido ir allá abajo. Hoy fue el hijo mío y me dijo: “Mami, yo después te voy a llevar para que veas eso, pero ahí no se puede hacer nada”».

Con el desgaste del día, el atardecer saca a la luz naranja las palmas despedazadas en el borde de las montañas. Antes se veían enteras, como límite de lo que uno alcanza a ver cuando se para en cualquier lugar de este pueblo.
A San Pablo de Yao lo circunda la imperfección sublime y pura de la Sierra Maestra, menguada a sabiendas de árboles muertos, bultos de yerbas secas, calles como fósiles recién desenterrados…

El río que descansó en ciertas camas y las dejó como esponjas de fregar, el que bañó las últimas cuatro tablas de las paredes de Leticia Cámbar y sepultó el piso por el que ha gateado la hija de «una muchacha», es el mismo río que fue montaña arriba, tragándose las laderas, los caminos cercanos; tragándose todo lo que halló por ahí y dejándolo retrucado en dondequiera, a veces, por partes, con la sutileza de un asesino en serie al que muchos buscan, pero nadie encuentra.
Por estos lares, desde el portal de una casa a la que el agua no llegó casi por designio divino, Alexei Bravo nos dice algo claro: «Ahora hay que levantarse. No queda de otra».

Los gallos están a resguardo entre paredes de ladrillo, porque pronto empezarán «las peleas» y, loma arriba, en el camino que va a la casa de Santa Barreto, se ve la estela del agua que por ahí rodó.
A Santa el viento le corrió las tejas y la delegada mandó a ponérselas provisionalmente bajo piedras y palos, hasta «ver qué se hace». En su cocina, iluminada a través de las rendijas, dos cuerpos de pescado se cocinan al humo escueto de escuetas leñas.

Pejes hemos visto muchos, y hombres con cámaras de tractor y artilugios de pesca, camino al aliviadero de la presa de Buey Arriba que queda a unos pocos kilómetros.
Y luego está el herrero que, antes de Melissa, compró no sé cuántas libras de carne blanca en la pescadería, para salarlas por si acaso…

***
La jutía ha crecido bastante desde la última vez que vine y al «puerquito» lo mataron por eso de que «no había plato fuerte». Tuvieron que cocinar toda la carne, que tampoco es mucha, porque no hay corriente desde hace cuatro días, ni esperanza de que visite para que el frío, aunque sea, reviva.
Dice Fonte que «menos mal que la pusieron seguido los días anteriores» porque si no se iba la cobertura, la conexión... Y, por si fuera poco, en Yao no hay señal televisiva desde hace más de cuatro meses. La gente le siguió los primeros pasos al huracán gracias a internet, a que «fulanito vino y me contó», al «autoparlante que iba diciendo la fase», a las llamadas que se desenvolvían a cada rato en distintas bocas.
«Cuando ya la quitaron el martes, como a las dos de la tarde», hubo quien salió en moto a agarrar conexión, con tal de informarse e informar a otros tantos. Para lo de la señal, dice un trabajador de Televisión Serrana, «falta que ETECSA acabe de mandar el router» y vengan quienes tienen que venir a «conectar la fibra óptica».
Al paso que vamos, con la ausencia de los trozos de cable robados en medio del desastre y la cantidad de postes que descansan en el piso, si antes estábamos a punto, ahora se necesitan brigadas enteras y el inventario de lo que quedó, de lo que hace falta.
Ni hablar de las tuberías del agua que bordeaban la montaña. Asumido está que no van a aparecer y la gente, en venganza, le arranca pedazos al río que, medio sucios, sirven para «lavar, descargar el baño o limpiar el piso».
Por estos días, el agua potable es la de esas cisternas o vasijas que estaban llenas desde antes o la de esos «cinco pozos» –mencionados por Onelbis, la presidenta del Consejo Popular– que la extraen de manantiales aparentemente inofensivos.

***
«Usted verá hambre», más de una vez han dicho. Y no hay quien lo dude, porque Melissa por aquí acabó con cuanto platanal pudo y «no dejó una mata de aguacate viva».
Cuenta Yami que a un campesino, montaña adentro, «le tumbó 22 matas de zapote». Las malangas «las sepultó» y los campos de maíz se ahogaron en líquido o ventisca.
«La vega de yuca se la llevó. Hasta fin de año yo iba a estar sacando yucas de ahí y ahora ni se ven», dice María Antonia. Cae en cuenta que el litro de gasolina está a mil pesos –o más– y echar a andar la motosierra para cortar un «algarrobo» de esos que cayó en el cafetal «debe llevarse, mínimo, diez litros».
Por si fuera poco: «entregué 52 latas a finales de agosto y todavía no me las han pagado. Como son de alta calidad, valen 320 pesos, pero imagínense que yo a los recogedores se las tengo que pagar a 200. ¿Con qué fuerza y economía tú levantas un cafetal, otra vez?», nos pregunta con rabia, aunque no podamos contestarle y sepamos que, realmente, se lo cuestiona a sí misma.
***
Tienen muchas tablas la cicatriz del desastre: una marca para recordarles que casi se ahogan. Anémico sigue en el techo el tronco al que nadie ha ayudado a levantar. Y, cuando uno pregunta si «creen que podrán arreglar eso», Leticia Cámbar, suspiro por medio, responde: «Bueno, vivos estamos».

















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Manuel Tamayo Córdova dijo:
1
8 de noviembre de 2025
11:11:21
Amenaida dijo:
2
9 de noviembre de 2025
04:33:56
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