
En su despacho, una pieza que solía impresionar a sus visitantes por la austeridad y el orden, había una gran biblioteca y una mesa de trabajo llena de libros y documentos. Allí estaban también un busto de José Martí, una escultura del Quijote sobre Rocinante, y una foto dedicada de Ernest Hemingway.
Eran, entre otros, pequeños detalles que hablaban del universo del lector Fidel Castro; el mismo que tenía en su auto una luz para poder leer de noche mientras viajaba. No había tiempo que perder en materia de lectura, tal y como había descrito desde el Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos, el 8 de diciembre de 1953:
«Cuando leo una obra de algún autor famoso, la historia de un pueblo, la doctrina de un pensador, las teorías de un economista o las prédicas de un reformador social, me abrasa el deseo de saber todas las obras de todos los autores, las doctrinas de todos los filósofos, los tratados de todos los economistas, las prédicas de todos los apóstoles. Todo lo quiero saber, y hasta las listas bibliográficas de cada libro las repaso acariciando la esperanza de leer los libros consignados. En la calle me inquietaba porque me faltaba tiempo, y aquí donde el tiempo parece sobrar también me inquieto».
Más de tres décadas después, en entrevista concedida a los estadounidenses Jeffrey Elliot y Mervin Dymally, reafirmaría ese sentimiento: «…la gran angustia es la enorme cantidad de publicaciones de calidad que se imprimen cada año, y la contradicción entre el deseo de leerlas todas y la posibilidad de leer muy pocas».
POR ALGUNOS LIBROS
Al niño que fue Fidel le gustaban mucho las tiras cómicas, como las de la revista argentina El Gorrión, que compraba a cinco centavos en el estanquillo. No obstante, algunos de los clásicos infantiles y juveniles de su época no los leyó hasta después de graduado, porque en las escuelas donde estudió no enseñaban literatura inglesa, francesa, ni estadounidense. Entre esos títulos que descubrió tardíamente estuvo La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe.
En su primera juventud fueron las novelas lo que más le interesó; pero ya en la universidad –como le confesaría a Ignacio Ramonet– si se hizo revolucionario fue por el contacto con algunos libros: «Uno de los primeros textos de Marx que leo (…) fue el Manifiesto Comunista. A mí me produce un gran impacto. Comienzo a comprender y explicarme algunas cosas (…).
«Leí con avidez desde entonces la literatura marxista, que me atraía cada vez más y comenzaba a manejarla. Yo poseía arraigados sentimientos de justicia y determinados valores éticos. Aborrecía las desigualdades, los abusos. Me sentí conquistado por aquella literatura. Fue como una revelación política de las conclusiones a las que había llegado por mi propia cuenta. Alguna vez he dicho que si a Ulises lo cautivaron los cantos de sirena, a mí me cautivaron las verdades incontestables de la denuncia marxista. Había desarrollado ideas utópicas, ahora sentía que pisaba un terreno más firme».
Estudiaba entonces obras como El 18 Brumario de Luis Bonaparte, la Crítica del Programa de Gotha; de Lenin, El Estado y Revolución y El imperialismo, fase superior del capitalismo; de Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra y Dialéctica de la naturaleza.
Muchos de esos aprendizajes y lecturas los compartiría con sus compañeros del Movimiento que luego asaltaría el Moncada; los libros salían de la librería del Partido Socialista Popular, en la calle de Carlos iii, donde Fidel tenía crédito y adquiría los títulos, que luego prestaba a los demás.
Además de los textos de Martí, en aquella generación influyeron de forma notable los libros que se referían a las luchas mambisas, como Crónicas de la guerra, de José Miró Argenter. «Su libro fue para todos nosotros una verdadera Biblia –escribiría Fidel– (…) Muchas veces recorrió con él nuestro pensamiento la inmortal marcha del Ejército Invasor viviendo con emoción cada combate y tratando pudiera reportar una experiencia útil».
Quizá sea la etapa de la prisión en Isla de Pinos la más documentada con respecto a sus lecturas, debido a las muchas misivas escritas solicitando libros o compartiendo valoraciones acerca de ellos. En la cabecera de su cama tenía dos gruesos volúmenes de papel biblia, las Obras Completas de José Martí, publicadas por la Editorial Lex en 1948, que leía, releía y subrayaba.
Allí, donde los moncadistas habían fundado la Academia Ideológica Abel Santamaría y la Biblioteca Raúl Gómez García, leer y estudiar era prepararse para la revolución futura; y así también lo asumió Fidel.
En aquellos 19 meses leyó centenares de libros como Los miserables, de Victor Hugo; Juan Cristóbal, de Romain Rolland; Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde; Feria de vanidades, de William Thackeray; Nido de hidalgos, de Iván Turguéniev; Vida de Luis Carlos Prestes, de Jorge Amado; Así se templó el acero, de Nikolái Ostrovski; Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski… Estudió, asimismo, El capital, de Marx, y a Sigmund Freud, Kant, Félix Varela, José de la Luz y Caballero…
Eran unas 15 horas de lectura diaria activa, todo lo sometía a análisis crítico. Se afianzan entonces claves de su gusto lector que lo acompañarán toda la vida: la preferencia por los libros de historia, las biografías, y los de tema económico (la literatura científica sería preponderante años después); en fin, todo aquello que le aportase «conocimientos e información sobre cuestiones muy importantes con las cuales uno está relacionado constantemente».
LEER PARA CREER
Incluso en las circunstancias más adversas, las de la guerrilla, Fidel no dejó de leer. Según un testimonio del capitán Felipe Guerra Matos, no había libro que llegara hasta la Sierra que él no leyera, «por la vista del Comandante pasó hasta el Nuevo Testamento que mi mamá me echó en la mochila».
Solo un apasionado por la lectura puede estar muy consciente de su necesidad y convertirse en su promotor dedicado; el llamado al pueblo a leer, en vez de solo creer, tenía sin duda una fuerte raíz en la experiencia individual del Comandante en Jefe.
En apretado e incompleto resumen, su impronta en el universo editorial estuvo en la creación de la Imprenta Nacional, con su épica primera tirada de El Quijote; en la Editora Nacional, la Campaña de Alfabetización, el Instituto Cubano del Libro, el Sistema de Ediciones Territoriales, la Feria del Libro, la Biblioteca Familiar…
Y mientras, pese a los múltiples deberes de estadista, seguía leyendo. En el libro Fidel Castro, El arte de gobernar, de Yunet López Ricardo, se recoge la anécdota de Ricardo Alarcón cuando era embajador cubano en Estados Unidos, a quien Celia Sánchez le transmitió el pedido de Fidel de buscarle en Nueva York todo lo que pudiera de literatura estadounidense, «si hubiese una buena traducción al español, bien, si no, en inglés».
Era un encargo fácil, pero a Alarcón le causaba mucha curiosidad para qué querría aquella cantidad de cuentos y novelas. Un día se lo encontró en La Habana y no pudo resistirse a preguntarle. Fidel, cuenta, lo miró «como quien mira a un marciano», y le contestó:
–Para leerlos, por supuesto.
–Sí, está bien, pero, ¿por qué?, con todas las cosas que tiene arriba, los problemas...
–Chico, me di cuenta de que esa es una laguna que yo tengo, que conozco a Hemingway, como cualquier cubano, pero ese es un aspecto de la realidad que me falta a mí conocer: la literatura de Estados Unidos, y uno se reúne constantemente con americanos, habla con ellos, y me faltaba esto. La única solución es leerlo.
Fidel leía rápido, y era, además, como le contó su amigo Gabriel García Márquez a Estela Bravo, más que un buen lector, un lector minucioso, un editor, capaz de advertir contradicciones, anacronismos e inconsecuencias que se les pasaban a los profesionales; por eso solía llevarle sus originales: «él lee al derecho y al revés».
El Gabo, que sabía la mucha información oficial que el Comandante en Jefe debía leer cada día, solía regalarle best sellers; el primero de ellos fue Drácula, de Bram Stoker. Después de un día entero de trabajo, Fidel se lo llevó, y a la mañana siguiente le dijo: «No me ha dejado dormir el maldito libro».
Como resulta común también entre los lectores, Fidel escribía bien y le gustaba hacerlo. «En mi próxima reencarnación quiero ser escritor», le comentó una vez al autor de Cien años de soledad, quien relató: «Su modo de escribir parece el de un profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto».
Muchos fueron los títulos que lo entusiasmaron, desde La guerra y la paz, de León Tolstói, que consideraba una de las más fabulosas creaciones literarias, hasta aquellos que abordaban la Revolución Francesa, y los cuales creía que habían ejercido sobre él «los mismos efectos que ejercieron en el hidalgo Alonso Quijano los libros de caballería».
Precisamente, fue ese último su héroe literario favorito: «De vez en cuando, incluso, me voy a los orígenes del idioma y leo de nuevo El Quijote, de Cervantes, que es una de las más extraordinarias obras que se ha escrito (…) yo creo que un revolucionario es lo que más se parece a Don Quijote, sobre todo, en ese afán de justicia, ese espíritu de caballero andante, de deshacer entuertos en todas partes, de luchar contra gigantes (…) estoy seguro de que Don Quijote no habría vacilado en enfrentarse al gigante del Norte».
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Luz Marina dijo:
1
13 de agosto de 2025
11:39:17
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