
Mucho antes de morir este sábado, a los 90 años de edad, Salvador Wood ya le había otorgado un rostro a la inmortalidad artística.
Vestiría muchas caras más para el cine y la televisión, pero la imagen del hombre desconcertado, sufridor, por momentos eufórico ante un pequeño triunfo en su bregar por darle sepultura a un familiar, sería decisiva para hacer de La muerte de un burócrata (Gutiérrez Alea, 1966) una de las películas más significativas del cine cubano.
Críticas muy serias a la burocracia en un lenguaje de comedia que no perdía la ocasión de rendirle homenaje a clásicos del cine. Y en medio de un guion pletórico de guiños simbólicos, Salvador Wood moviéndose como un maestro en el pantanoso terreno del absurdo y el humor negro.
Su gran aporte al filme fue encontrarle el tono ideal de actuación a una historia de origen ruso concebida a la cubana.
–¿Y cómo fue aquello?– le pregunté en un Festival de cine en Moscú, en 1985, y aunque sus palabras no las recuerdo con exactitud, sí puedo asegurar que se desprendían de ellas los convencimientos de un hombre con talento formado a partir de intuiciones.
Varios días compartiendo la misma habitación del hotel con Salvador me hicieron conocerlo bastante. Su humilde origen, su pasión por el arte histriónico, primero en Santiago de Cuba, luego, a mediado de los años 40, a la conquista nada fácil de la capital del país. Radio, teatro, televisión y finalmente el cine. Y en el tránsito, el crecimiento de un actor capaz de asumir papeles muy serios, pero que maduró una facultad especial para impregnarle un «humor solapado» a muchos otros personajes, ya fueran citadinos o de origen campesino.
Conversaciones moscovitas de las que se desprendían su amor por la familia y la causa revolucionaria, a la que se incorporó en tiempos de la clandestinidad.
Pero una vez finalizadas las proyecciones, Salvador Wood se negaba a acompañarme a los festejos y bailes del Festival.
Ante tanta insistencia a quedarse leyendo en la habitación, fumando y mirando la noche a través de los ventanales, empecé a reprocharle con cierta ironía: ¡un peleador asumiendo la vejez a los 57 años! Y él se reía.
Nunca se quitaba su boina verde olivo. Dos o tres compañeros de la delegación me hablaron para que lo convenciera de no llevarla a la elegante recepción final del Palacio del Kremlin, donde, como era lógico, vestiríamos nuestros mejores trapos. Ni modo.
Hace unos pocos años me lo volví a encontrar a las puertas del icrt. Tras abrazarme, me dejó ver su sonrisa picaresca: «Tenías razón entonces, cará, ahora sí que estoy viejo».
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