Los diques serpentean los campos y definen las parcelas anegadas y casi perfectamente niveladas. Las sobrevuela ahora una avioneta de uso agrícola que, a la señal de un hombre en tierra, deja caer una lluvia dorada de semillas.
Día a día, en esta zona oriental de Cuba, donde el río Cauto se enseñorea entre llanuras fértiles, se libra una batalla callada pero crucial. Granma, una provincia con historial arrocero, asume ahora un reto mayúsculo: sembrar 41 000 hectáreas de arroz, como parte de una campaña nacional 2025-2026 que procurará plantar 200 000.
DE LO QUE FUE, Y LO QUE PUEDE SER
«El compromiso total de siembra en la provincia (30 000 hectáreas por la empresa Fernando Echenique, y 11 000 por la José Manuel Capote Sosa) es una meta “bastante fuerte” en el contexto actual», explica Odisnel Traba Ferrales, director agrícola de la Empresa Agroindustrial Fernando Echenique.
El territorio no es novato en este empeño. En 2018 implantó un récord de más de 45 000 hectáreas sembradas, y una producción que superó las 70 000 toneladas de arroz listo para el consumo. Sin embargo, aunque la extensión de área para cultivar se acerca a aquellos números, la producción terminada de entonces resulta una aspiración lejana a la luz de estos días, debido el escenario de carencias con que hoy se obtiene el arroz: de combustible, de energía eléctrica, de insumos básicos para fertilizar y controlar enfermedades y malezas.
El esfuerzo en el campo no ha cesado. En estos últimos años la siembra ha persistido; no obstante, sobre la tierra trabajada se cierne una frustración: los rendimientos se han estancado entre dos y 2,5 toneladas por hectárea, cuando antes se obtuvo hasta cinco.
«El acceso a insumos químicos no permite llegar al rendimiento potencial de las variedades. Llevamos prácticamente cuatro años sin contar con ese paquete tecnológico», reconoce Traba Ferrales, al referir la escasez crónica de fertilizantes, herbicidas y pesticidas de importación, vitales para un cultivo «muy técnico».
Aunque en esta provincia hay siete municipios arroceros, el peso de la campaña se concentra en Río Cauto, con 23 121 hectáreas, y Yara, con 11 602. Son los históricos arroceros de la provincia, pero también fueron de los más golpeados por las recientes inundaciones del huracán Melissa, un recordatorio de que la naturaleza es un factor impredecible en esta ecuación.
EL SUDOR Y LA TIERRA
Más allá de las cifras y los planes, la batalla se gana en el campo. Allí, desde bien temprano, Yunieski Álvarez Tamayo, anegador con años en este oficio, desafía la neblina del alba.
De laboreo del arroz aprendió luego del cierre del central Grito de Yara, en el cual trabajaba como operador de caldera.
Su jornada comienza a las 5:30 a.m., pedaleando 15 kilómetros desde su casa, en Cauto, hasta los campos de Blanquizal, en el municipio de Río Cauto, donde la unidad empresarial de base La Gabina, perteneciente a la Empresa Agroindustrial de Granos Fernando Echenique tiene sus áreas para la siembra de semillas.
Su misión es controlar el agua, para que inunde las terrazas en el momento exacto y la semilla germine.
«Los dos primeros meses son claves, hay que estar aquí de sol a sol. Hoy se siembra el arroz y mañana, sin falta, hay que drenar el campo, “pachanguearlo” para que no se formen charcos. Eso significa sacar toda el agua, porque la semilla es pregerminada y, si queda empozada, se ahoga.
«Entre tres y cinco días después se “cierra el campo” –eso es trancar todas las entradas de agua– para dejarlo tranquilo. Finalmente, se le vuelve a poner agua, pero esa vez ya es para que la planta comience a crecer con fuerza», relata Álvarez Tamayo, mientras señala la extensión que debe dominar.
El diálogo lo interrumpe el anegador Yordanis Rafael López López, quien, indignado, narra a sus colegas su vivencia aguas arriba:
«La compuerta de aquel canal está trancada hasta la mamacita. Yo no me tiré porque había unos “machitos” ahogados, en estado de putrefacción, pero si no... Conmigo no hay compuerta que se resista. Fíjate que la presioné con la barreta y sacaba bojotes de fango, ahí fajao, y nada. Hay maleza como para llenar una carreta. Cuando medio la abrí, el golpe de agua me quería llevar», dice, para describir el sabotaje hidráulico.
Esta es una de las batallas silenciosas y desgastantes del campo: la guerra por el agua, un secreto a voces en la llanura.
Son campesinos que no la tienen asegurada, y en su desesperación, trancan el canal para desviar el caudal y elevar el nivel del agua en sus propios ramales, robando minutos de riego a los que están aguas abajo, para que corra hacia el lado de ellos.
«Antes, cuando se sembraba un campo de semillas, al que robara el agua lo demandaban; hoy no pasa nada», subraya López López, alertando cómo la necesidad a veces se impone a la ley.
«Anoche mismo la productora del campo tuvo que dejar un hombre de guardia en esta compuerta, porque la abren para llevarse el agua. Esa pelea es vieja por estos campos. Hay que estar a la viva, porque siempre hay alguien para aprovecharse del agua ajena. Que si allá vino uno, trancó, abrió… son petates grandes», resalta, mientras cruza sobre el hombro el “tenedor”, listo para adentrarse en el campo.
Su testimonio revela un conflicto diario: el agua es el botín de una lucha entre quienes comparten la misma sed.
A pesar de la dureza del trabajo, este mozo de 46 años persiste en la faena porque, en toda esta zona, tras el cierre del central, no hay otra cosa que hacer sino sembrar arroz. Ya son 16 años en esto, y se autotitula «patrón del barco», para acentuar su antigüedad y conocimiento.
«Hace como dos meses anegué tres caballerías y cogí medio millón de pesos. Se coge bastante dinero, pero hay que trabajar como un animal. El fango, el mosquito, el sol, la sed… es criminal», apunta.
UN ROMPECABEZAS DE PROBLEMAS
Entre las amenazas recurrentes de la campaña arrocera está la carencia del combustible –no la asignación, sino la existencia física–, que en ocasiones limita la siembra mecanizada y, sobre todo, la cosecha. A esto se suma la crisis energética, que paraliza las industrias beneficiadoras, y obliga a los productores a mantener el arroz húmedo sobre carretas alquiladas, asumiendo costos logísticos exorbitantes. Cuando este mecanismo no se ajusta bien, pasa que los campesinos desvían el grano cosechado.
Mientras el avión esparce la semilla, Jorge Luis Martínez López, especialista en Sanidad Vegetal, con 45 años de experiencia, enumera los enemigos invisibles del cultivo: «ratas, palomilla, picudo acuático, chinche y barrenadores. El arsenal para combatirlos es precario. Por la parte estatal de Gelma, la Empresa mayorista de insumos agropecuarios, no hay ningún producto… quienes están supliendo son las mipyme. Se recurre a bioproductos de los Centros de Reproducción de Entomófagos y Entomopatógenos (cree), pero su efectividad es principalmente preventiva, no curativa», explica.
Un obstáculo menos visible pero igual de severo es la bancarización. Los altos costos en moneda nacional –un graminicida puede superar los 50 000 pesos– y la necesidad de efectivo para pagar mano de obra, y a las mipyme que importan insumos, crean un cuello de botella financiero.
Estas empresas exigen con frecuencia el pago al contado. No todas aceptan transacciones bancarias o créditos estatales; por tanto, el productor se ve forzado a mover su cosecha en el mercado informal para conseguir ese efectivo que le permita, paradójicamente, seguir sembrando.
NO BASTA CON EL SUDOR EN EL SURCO
Granma se prepara para la siembra más ambiciosa de los últimos cinco años con un desafío dual: escalar la montaña de las 41 000 hectáreas, mientras carga a sus espaldas un lastre de carencias estructurales.
La meta, aunque numéricamente alcanzable por la experiencia histórica, se ve comprometida por un entramado de problemas críticos: la escasez crónica de insumos, que estrangula los rendimientos, una guerra por el agua, la precariedad energética y logística, y un sistema de financiación que empuja a la informalidad.
El éxito de esta campaña no dependerá únicamente del sudor en los surcos, sino de la capacidad de desatar esos viejos nudos que ahogan el potencial productivo.



















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