ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Cuando todo parece limpio y acabado en la ciudad, alguien recibe y baja los residuos en algún lugar. Foto: Pedro Pablo Chaviano

Santiago de Cuba.–Es un basurero, y no hay que perder tiempo explicando lo que es un basurero. No es lindo. No huele exactamente bien. Pero hay gente trabajando aquí, entre el polvo que levantan los camiones cuando pasan.

Porque nada desaparece por arte de magia, menos después de un huracán. Hacia algún lugar van los palos que la tormenta despedazó en casi cada calle de la ciudad. Alguien los corta, alguien más los apila, alguien los sube en un camión que alguien maneja y, después, cuando todo parece limpio y acabado, todavía alguien los recibe y los baja.

El vertedero lleva por nombre La República, como si fuera una especie de venganza, y está al noreste de Santiago. Llegar hasta aquí en estos días de recogida en masa es tan fácil como pedir acompañar a uno de los tantos camioneros que esperan en los parques porque una alzadora les recubra de troncos la cama.

Durante el camino, no tan largo, se cruzarán con otros vehículos de idéntico porte, que regresan o que igualmente van, como un enjambre de abejas entrando y saliendo a una colmena extraña.

No son los camiones de todos los días, los de servicios comunales, sino camiones de muchas partes, sobre todo de la Agricultura, sobre todo del Azúcar.

En lo que empieza la zafra, en lo que vuelve el ajetreo entre la combinada y el central, dan viajes cansinos entre la ciudad de Santiago y La República, cargando, como quien dice, los palos rotos.

Ya vendrá, en los meses que siguen, el drama del azúcar, con su mundo del que tanto la Cuba profunda sabe, pero ahora el drama es la ciudad pendiente, medio que virada al revés.

Los camiones sin volteo ejecutan una larga y lenta fila –son decenas– a la entrada del vertedero, a la orilla del camino, por donde salen apretados otros, o pasan directo los que pueden llegar y vaciar su carcasa sin la ayuda de un aparato.

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«Estamos aquí, porque tenemos que estar aquí, porque la Revolución nos necesita ahora, pero no estamos en condiciones de estar aquí, porque tenemos las casas devastadas, no hemos tenido tiempo de recuperarnos, y tenemos los niños allá», dice Beatriz Tabares, una de las mujeres que yacen trabajando con anotaciones en dos burós, a la altura del primer camión que espera.

Normalmente trabajan acá, pero no afuera, sino en las oficinas que se ven unos metros más arriba. El ritmo de estos días fue lo que hizo que sacaran las mesas para el camino.

Es oficinista y técnico de pesaje. Ser técnico de pesaje, dice ella, es asegurarse de que los camiones entren con la cantidad de desechos sólidos que su capacidad permite, entre otras cosas para que el combustible rinda.

Durante un día normal, explica, entran al lugar un aproximado de 15 vehículos, pero en estos –que normales no son– están llegando hasta 90 diarios.

Para acá han venido a ayudar, a raíz del ciclón, camiones de La Habana, Matanzas, Cienfuegos, Camagüey, Las Tunas, Guantánamo y de todos los municipios de la provincia santiaguera, repasa mirando con el rabillo del ojo sus papeles.

Beatriz vive en el barrio El Fongal, que se levanta en la carretera de Boniato. Con las lluvias de finales de septiembre el río entró a todas las casas, incluida la suya.

«La gente quiere salir y queremos que nos muden ya de ahí también, porque cada vez que llueve un poquito el río está recuperando su cauce. Vivienda nos visitó a finales de septiembre, pero ahora estamos en peores condiciones, porque pasó un ciclón», cuenta.

«Yo pertenezco a la comisión de salvamento del consejo popular, y tengo que salir de mi casa, sacar a mi familia, y después ponerme a sacar gente. ¿Qué vamos a hacer? Sacamos lo que podemos y lo que no… lo dejamos. Los años anteriores había pasado en algunas casas, pero ahora parece que el río recuperó su cauce y entró a todas.

«Se mojaron los colchones, los muebles, pero quedaron ahí. La pérdida fue el techo. Lo otro está mojado, pero quedó dentro de la casa».

Al lado anda Bertila Poll, también técnico de pesaje, reseña que con Melissa perdió el caballete de la casa y «dos o tres tejas». Vive en Micro ix, calle F, número 23, en el Distrito José Martí.

Entre la familia y los vecinos lograron reponer el caballete y los dos o tres pedazos de techo, pero continúa anegada la calle por donde tiene que pasar, sí o sí, para venir al trabajo –y viene.

La administradora, Niovy Almenares, es del barrio La Ceiba. Dice que con el ciclón se fueron las tejas que cubrían el tanque del agua y la ventana de atrás. Además, estaba sola con su madre de 72 años, a la que tuvo que subir a una segunda planta en medio de la ventisca. No es de aquí, explica, sino de Bayamo, pero está enferma y tuvo que traerla desde hace un mes.

«No digan más que esto es un vertedero. Esto es un relleno sanitario. El vertedero de verdad, que es grandísimo, está en Micro vii», ilustra.

Como mismo llegan repletos, esperan y descargan las regurgitaciones de un huracán categoría tres, los camiones vuelven tras sus pasos y se pierden por la ciudad en busca de más destrozos, que a fin de cuentas alguien tiene que remover.

Mientras la fila continúa a su ritmo casi infinito, periódico, algunos dejan atrás, solo por un rato, la imagen e historias de estas tres mujeres ante un buró en el trillo polvoriento de «La Repú­blica».

Están aquí, en el camino de los palos rotos, desde las 6:00 a.m. hasta la noche, trabajando por lo que dicen, por lo que sea, sin llanto que se les escuche, como tantos y tantas, pero con la crisis entre ceja y ceja, a cuestas, atravesándoles la casa, la familia, el trabajo y hasta el cuerpo, bajo este sol de Oriente que pone dura la piel o la destruye.

Hay tres mujeres ante un buró en el trillo polvoriento de «La República», también con tres historias de sus casas devastadas. Foto: Pedro Pablo Chaviano
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