San Pablo De Yao, Granma.–Con el desgaste del día, el atardecer saca a la luz naranja las palmas despedazadas en el borde de las montañas. Antes se veían enteras, como límite de lo que uno alcanza a ver cuando se para en cualquier lugar de este pueblo.
A San Pablo de Yao lo circunda la imperfección sublime y pura de la Sierra Maestra, menguada a sabiendas de árboles muertos, bultos de yerbas secas, calles como fósiles recién desenterrados…
El río que descansó en ciertas camas y las dejó como esponjas de fregar, el que bañó las últimas cuatro tablas de las paredes de Leticia Cámbar y sepultó el piso por el que han gateado los hijos de «una muchacha», es el mismo río que fue montaña arriba, tragándose las laderas, los caminos cercanos; tragándose todo lo que halló por ahí y dejándolo retrucado dondequiera, a veces por partes, con la sutileza de un asesino en serie al que muchos buscan, pero nadie encuentra.
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Los gallos están a resguardo entre paredes de ladrillo, porque pronto empezarán «las peleas» y, loma arriba, en el camino que va a la casa de Santa Barreto, se ve la estela del agua que por ahí rodó.
A Santa el viento le corrió las tejas y la delegada mandó a ponérselas, provisionalmente, bajo piedras y palos, hasta «ver qué se hace». En su cocina, iluminada a través de las rendijas, dos cuerpos de pescado se cocinan al humo escueto de escuetas leñas.
Pejes hemos visto muchos, y hombres con cámaras de tractor y artilugios de pesca, camino al aliviadero de la presa de Buey Arriba, que queda a unos pocos kilómetros.
Y luego está el herrero que, antes de Melissa, compró no sé cuántas libras de carne blanca en la pescadería, para salarlas por si acaso…
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La jutía ha crecido bastante desde la última vez que vine y al «puerquito» lo mataron por eso de que «no había plato fuerte». Tuvieron que cocinar toda la carne, que tampoco es mucha, porque no hay corriente desde hace cuatro días, ni esperanza de que visite para que el frío, aunque sea, reviva.
Dice Fonte que «menos mal que la pusieron seguido los días anteriores», porque si no se iba la cobertura, la conexión... Y, por si fuera poco, en Yao no hay señal televisiva desde hace más de cuatro meses. La gente le siguió los primeros pasos al huracán gracias a internet, a que «fulanito vino y me contó», al «autoparlante que iba diciendo la fase», a las llamadas que se desenvolvían a cada rato en distintas bocas.
«Cuando ya la quitaron el martes, como a las dos de la tarde», hubo quien salió en moto a agarrar conexión, con tal de informarse e informar a otros tantos. Para lo de la señal, dice un trabajador de Televisión Serrana, «falta que Etecsa acabe de mandar el router» y vengan quienes tienen que venir a «conectar la fibra óptica».
Al paso que vamos, con la ausencia de los trozos de cable robados en medio del desastre y la cantidad de postes que descansan en el piso, si antes estábamos a punto, ahora se necesitan brigadas enteras y el inventario de lo que quedó, de lo que hace falta.
Ni hablar de las tuberías del agua que bordeaban la montaña. Asumido está que no van a aparecer y la gente, en venganza, le arranca pedazos al río que, medio sucios, sirven para «lavar, descargar el baño o limpiar el piso».
Por estos días, el agua potable es la de esas cisternas o vasijas que estaban llenas desde antes o la de esos «cinco pozos» –mencionados por Onelbis, la presidenta del Consejo Popular– que la extraen de manantiales aparentemente inofensivos.
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«Usted verá hambre», más de una vez han dicho. Y no hay quien lo dude, porque Melissa por aquí acabó con cuanto platanal pudo y «no dejó una mata de aguacate viva».
Cuenta Yami que a un campesino, montaña adentro, «le tumbó 22 matas de zapote». Las malangas «las sepultó» y los campos de maíz se ahogaron en líquido o ventisca.
«La vega de yuca se la llevó. Hasta fin de año yo iba a estar sacando yucas de ahí y ahora ni se ven», dice María Antonia. Cae en cuenta que el litro de gasolina está a mil pesos –o más– y echar a andar la motosierra para cortar un «algarrobo» de esos que cayó en el cafetal, «debe llevarse, mínimo, diez litros».
Por si fuera poco, «entregué 52 latas a finales de agosto y todavía no me las han pagado. Como son de alta calidad, valen 320 pesos, pero imagínense que yo a los recogedores se las tengo que pagar a 200. ¿Con qué fuerza y economía tú levantas un cafetal, otra vez?», nos pregunta con rabia, aunque no podamos contestarle y sepamos que, realmente, se lo cuestiona a sí misma.
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Tienen, muchas tablas, la cicatriz del desastre: una marca para recordarles que casi se ahogan. Anémico sigue en el techo el tronco al que nadie ha ayudado a levantar. Y, cuando uno pregunta si «creen que podrán arreglar eso», Leticia Cámbar, suspiro por medio, responde: «Bueno, vivos estamos».






















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