Pareciera que, por estos siempre significativos días, solamente a los habitantes de Las Tunas correspondería volver de forma imaginaria –y sobre todo en acciones– hasta el elevado podio en el que la vida colocó a Róger Enrique Mastrapa Pérez: un hombre extraordinariamente sencillo, laborioso, comprometido con el destino que eligió este país, desde enero de 1959, y uno de los cubanos que más años dedicó al trabajo de los Comités de Defensa de la Revolución.
Referencias biográficas, resúmenes, informaciones de prensa, dan cuenta de más de tres décadas metido a tiempo completo en una vorágine que por aquellos tiempos dejaba muy poco margen para el descanso entre quienes, como él, permanecían más horas a pie de cuadra.
Cierta vez me comentó que vino a dar a Las Tunas, procedente de Santiago de Cuba, por una solicitud o sugerencia del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque.
Cuentan que, además de un bultico de ropa, algunos libros para leer y voluntad para repartir, traía el carro lleno de buganvilias que poco a poco irían echando raíces y flores por toda la ciudad.
No fue, sin embargo, solo de buen gusto ante la mirada el concepto que marcó pauta en la sobresaliente huella dejada por Mastrapa en los CDR.
Su congénita sencillez y esa capacidad de comunicar y de comunicarse con la gente, lo convirtieron rápidamente en el líder que siempre fue, desde que, muy joven, se echaba sobre hombros una cuadra y al barrio completo.
Su labor –ya a escala provincial, con presencia y participación incluidas a instancia nacional– fue marcando los mismos peldaños que levantaba la vida económica y social del país.
No hablo solo del amplio movimiento comunitario que logró articular en todo el territorio en torno a limpieza, higiene, embellecimiento, recogida de materias primas, donaciones voluntarias de sangre, ahorro de energía eléctrica hogar adentro…
Pienso –y miles de tuneros lo recuerdan de forma cristalina– en la rapidez con que Mastrapa logró «aterrizar» el llamado cuarto escalón en patios familiares, solares yermos y parcelas que habían bostezado durante años, muchas veces cubiertos de yerba, sin aportar ni un grano de frijol para el abastecimiento del propio hogar o del vecindario.
Cuando rateros, delincuentes y malechores se creían con derecho a cometer impunemente fechorías que perjudicaban a la población y a la economía, nuestro amigo se apareció con la experiencia de las patrullas montadas: pequeños grupos de campesinos, autorizadamente armados, que a lomo de caballo protegían plantaciones, instalaciones y el sueño en miles de hogares.
Ha transcurrido un lustro desde que su porción física nos dijo adiós, pero es muy difícil pensar o hablar de Mastrapa sin que a la memoria acuda la criollísima caldosa cederista, inmortalizada en melodía por el también tunero Rogelio Díaz Castillo en la canción dedicada a ese plato y de manera especial a la incomparable sazón de Kike y Marina.
Famoso fue su genial y muy productivo empeño para poblar, con la especie en cuestión, cientos de lugares con nombre de árbol o de fruta: El Níspero, El Marañón, El Canistel, La Guanábana, El Dátil, Los Almácigos, Los Pinos, Las Caobas… o cómo llegó a tener más de un centenar de variedades frutales en una finca llamada a rescatar especies olvidadas, desconocidas, en peligro, incluso, de extinción.
Conforme a la postura de un verdadero soldado de la Revolución (eso fue, eso sigue siendo) pasó, por solicitud del Partido, del trabajo cederista al entorno agrícola. Fundó la División Mambisa Mayor General Vicente García González, desde la cual logró, asombrosamente, ir «sembrando hombres junto al plantón». En los 64 años que tengo jamás vi una emulación mejor articulada y más ardiente que la de esa División, con una enorme repercusión comunitaria y cultural.
Pero como lo que bien se aprende no se olvida, y mucho menos lo que se lleva en pecho y vena, Don Mastrapa, con su machete mambí a la cintura, un sombrero de yarey en la cabeza y la proverbial modestia con que vino al mundo, caía por asalto a cada rato con sus huestes sobre la cabecera provincial y de municipios para venderle a la población, a precios muy módicos, esos productos que hoy tanto necesitamos en todas partes.
Genial, cubano, criollo hasta la médula, denominó aquella experiencia como Jaleo Mambí. Dicho sea de paso, incluía juegos tradicionales, dominó, repentistas, embellecimiento del barrio, termito de cerveza, actuación de artistas aficionados… en fin, todo un Jaleo Mambí, pero en el fondo, también, tremendo jaleo cederista.
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