Shohei Imamura, creador reconocido desde los tiempos del Nuevo Cine Japonés de los 60, integra ese nicho selecto de autores cinematográficos a quienes siempre deben tenerse en alta consideración cuando se piensa en la nación de Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa.
Este realizador no fue ni un enfant terrible ni un superdotado congénito. Le costó trabajo, años de paciencia y esfuerzo, hacerse de un nombre, de un estilo, de esa perseguida trascendencia que consiguió en la etapa media/final de su labor.
Y ello, lo anterior, lo torna más cautivante para quien estudie su obra, en tanto esta permite al cinéfilo, al estudiante y al espectador general comprobar, paso a paso, la evolución de un cineasta cuyo talento germinó a cuenta de pulmón, sudor y constancia.
Nacido el 15 de septiembre de 1926, en Tokio, en medio del lujo de una familia pudiente, bien pronto renunció a los kimonos de seda para trabar amistad con marginales, que le mostraron el otro rostro del Japón que su clase ignoraba.
Tras estudiar Historia Occidental, en la Universidad de Waseba, y un breve lapso de atracción por el teatro, comenzó en el cine en 1951.
Imamura tuvo una buena escuela: tomó de primera mano las lecciones de verdaderos guías del cine nipón –entre ellos el maestro Ozu–, durante un periodo inicial, en el cual fungió de asistente de dirección de estos realizadores en los estudios Nikkatsu y Shochiku, antes de filmar, en 1958, su ópera prima: Deseos robados.
La pantalla –y la cultura local en general– le debe la creación, en 1975, de la Academia de Artes Visuales, nido desde el cual echaron a volar prestigiosos hombres del celuloide en el archipiélago asiático.
Los años 80 suponen el escalamiento a picos de connotación mundial nunca antes vencidos, al granjearse la Palma de Oro en Cannes por su magnífica cinta La balada de Narayama (1983), honor reeditado más adelante mediante La anguila (1997).
Este último filme, junto con Doctor Akagi (1998), y Agua tibia bajo un puente rojo (2001), integra su famosa «trilogía acuática», con la cual cierra su filmografía de 27 títulos, si descontamos su intervención final en uno de los cortos de la cinta titulada 11´09´01.
La anguila es una película intensa, lírica, arrebatadora; entre las cintas japonesas menos ortodoxas del cine contemporáneo. Como lo es su fascinante Agua tibia bajo un puente rojo, para algunos una obra ora pretenciosa, ora diluida en simbolismos exóticos; si bien –a juicio de este cronista– se trata de una perturbadora pieza de fino erotismo, llena de fortísimas pulsaciones germinales, y garciamarquiano realismo mágico. Cine total de rara belleza.
Esta película postrera resulta la menos lúbrica, y en cambio una de las más poéticas, de las visiones eróticas de la pantalla nipona de todos los tiempos, sin llegar propiamente a ser una película que fácilmente pueda encasillarse bajo este sello.
Las películas de Imamura –cineasta vitalista y enamorado de la existencia donde los haya– representan apuestas por la vida, por la reconquista de los sueños y de los anhelos, pese a que en apariencia ciertos postulados pesimistas indiquen lo contrario.
Antimilitarista, defensor en todos los ámbitos del sexo femenino, observador meticuloso de los patrones culturales y sociales de su país, este desconcertantemente diverso autor de relatos tan libres en su estructura como polisémicos en su decodificación, le agregó prestigio y renombre al cine de su nación.
Con su muerte, el 30 de mayo de 2006, Japón perdió a otro de sus legendarios blasones del séptimo arte.
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