ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Sucedió temprano en la mañana, pero no se apartó de mi mente en todo el día.

A riesgo de una multa segura, decidí recoger y acomodar en el asiento delantero a aquella mujer, ya entrada en años, que, con una niña en brazos, hacía señas a la vera de la vía, en las afueras de la ciudad.

Efectivamente, pedía ayuda no solo por la amenaza de una llovizna, que podía tornarse puro cuento entre suelo y nubes, sino por la necesidad de llegar hasta el policlínico para que a la pequeñita le aplicaran la segunda de diez ámpulas de Penicilina, como alternativa para contrarrestar un proceso de neumonía.

¿Y cómo se llama esa princesita? –le pregunto, tras percatarme con el rabillo del ojo que la niña no me quitaba la vista de encima, con una de esas miradas que ofrecen o piden un abrazo.

«Yo soy Balita» –responde en un idioma muy personal, pero entendible.

Tal vez por la risa que se me escapa, o por el modo en que le tomo y le acaricio el minúsculo dedito meñique de la mano izquierda, me dice: «… y tengo así (enseña el índice y el del medio de la otra mano): ¡Dos añitos!»

Entonces interviene la abuela: «Mi amor, te decimos Balita, ¿pero…, cuál es tu verdadero nombre?».

Les confieso que después de la palabra Valeria (en tiernísimo jeroglífico oral), no logré descifrar apellido alguno, aunque terminé diciéndole: ¡Ay, pero qué nombre y qué apellidos tan lindos!

¿Muy apegada a usted (por lo que veo), como todos los nietos?, le pregunté.

«Imagínate, hace casi un año la mamá se fue del país y me dejó a Valeria y a su hermanita, un poquitico mayor…».

El resto de la historia no hace falta detallarlo: comunicación casi nula, se sabe muy poco de ella; ayuda con brillo total de ausencia, prefijo des muy plantado delante de la palabra preocupación…

En fin, noches de cuna solo con la caricia de abuelita y abuelito, en sustitución de la insustituible mano de mamá, o con el arrullo de un padre muy bueno y cariñoso, pero residente en un alejado paraje de la propia provincia, y totalmente huérfano –por razones de trabajo– del tiempo que tanto necesita y merece cada niño: ese que a bocadillos de minutos (a puro regazo, besos y cuentos) llena más el alma que un biberón de leche el estómago.

Si estoy tecleando –porque no hay modo humano de evitarlo– estos párrafos es porque conozco más de una «Balita», o lo que es igual: a más de una madre como la que nunca escogieron ella y su hermanita. Por cierto, a pesar de su adoración mutua, están casi todo el tiempo separadas porque papá no tiene condiciones para ocuparse, como corresponde, de las dos a la vez.

Bendito seas, Código de las Familias, para prever, prevenir y no quedar «cruzado de artículos» frente a casos como estos, y proteger a quienes la vida arrancó padres o madres por divorcio, separación, o por un fenómeno que está haciendo crudos estragos en la sociedad cubana actual: la migración.

El asunto, sin embargo, para mí no es único, ni siquiera esencialmente jurídico, de leyes, códigos o normas parecidas. Aun cuando en él pueden intervenir diversos factores o condiciones, siempre opinaré que lo realmente determinante va en el tejido, en eso que llaman alma; va en las células: no solo aquellas que nos enseñaron en clases, mediante un dibujo que a menudo se nos antojaba un huevo criollo, amarillito.

No. El arte de evitar «Balitas perdidas», huérfanas de padres con más estatura, líneas y salud que los abuelos, está en lo que, tan acertadamente, nuestros clásicos definieron como la célula fundamental de la sociedad: la familia.

Solo que los tiempos han cambiado y retorcido tanto la vida que, para algunos, parece haber cosas (materiales) más importantes que otras, no tangibles, pero sin precio ni fortuna comparable en este mundo, como la familia, y dentro de ella esas personitas en miniatura que, desde 1959, ascendieron sobre una alfombra mágica hasta la cima de este país, para nunca más bajar –ni ser bajadas– de ella.

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