ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Cada día de pesca hará su oración, tirará los cordeles. Y «a ver qué se coge». Foto: de la autora

Nunca tuvo más conexión con el agua que aquel nado que aprendió de niño, cuando aún no asomaba ni la primera novia. Quién diría que, años después, caería en una chalupa, procurando que en la mesa no faltara ese pan «de cada día» que, en tiempos y biblias que se releen, podía multiplicarse junto con los peces; pero que, ahora, no se consigue fácil si quien lo consigue aún quiere ser bueno.

Más de una década lleva en el mar, en una embarcación que no es tan suya. En papeles pertenece a aquel «concuño» que lo ayudó cuando otros intentos no fueron rentables. De todas formas, a quién le importa, si cada cual pesca lo propio y de eso vive.

Ordanis Aranguren Jerez prefiere la luna llena, porque medio vacía hace el trabajo más duro. Es lo que tiene pescar de madrugada y, si acaso, unas horas antes del mediodía. Vaya usted a saber cómo es que, a estas alturas, los días en que no madruga puede dormir tranquilo, sin desvelo.

Cuando arranca a eso de las 12:00, o las 2:00, o las 3:00… lleva consigo la vela de siempre. Si el viento anda a favor, la engancha. Hace las amarras. Una vez en el agua, le pide a Dios que lo proteja «de todo mal» existente en esos cuatro o seis kilómetros de la orilla a su puesto impreciso, en esas horas que vuelan como águila estacionaria. Luego, tira los tres cordeles: «el del fondo, el colgado, el de pejes grandes». Y «a ver qué se coge».

Durante los trozos de noche en los que nada pasa, se pone a «alabar al Señor, a orar». Dice que nunca le ha sucedido «nada malo», más que aquellas dos veces en las que cayó al agua. Por eso siempre pesca cerca de los cayos, esos cayos alargados que se ven desde el malecón manzanillero, aquí en Granma.

Pasan las 11:00 de la mañana. Hasta hace algunos minutos anduvo por el mar. Aún trae el pantalón desgastado y aquella gorra que ya no recuerda cómo era de joven. Desde la jaba entretejida, asoma la cabeza de un pescado, como de unas seis o siete libras. Esos deben ser poco más de mil pesos, pues por aquí la libra –en dependencia de la especie– ronda los «180, 200…».

«A veces nos dicen: “El pescado está caro”. Y yo digo: “¿caro?, compra una libra de jamonada, compra una libra de picadillo”. Entonces, acorde con lo que vas a comprar, tienes que vender lo que vendes, porque no vas a vender barato para comprar caro. ¿Adónde vas a llegar?», cuenta. Y razón es lo que menos le falta.

Él y otro pescador de antaño –Rafael Ávila Enamorado– coinciden en que «el principal problema que hay aquí es que no le venden nada al pescador». De ejemplo sirve que ninguno de los dos tiene chaleco salvavidas: algo necesario cuando se pesca encima de artefactos con no sé cuántos remiendos e inventos.

«Hay gente a la que le mandan de afuera cordeles, anzuelos… Y nosotros se los compramos. Yo afuera tengo una hija, un hermano y una hermana, pero todavía no me han mandado ni un cordel. Pienso que algún día puedan hacerlo también», dice como jarana, pero en los ojos se ve que de verdad lo espera.

Hemos ido a ver «La Campana», así le puso de tantos ruidos que cargaba. A la legua se nota que es algo hecho por el hombre y no por la industria. Cada clavo le ha dejado una estela de óxido similar a la que dejan de baba los caracoles. El metal que la conforma no parece tener más de una década, pero lleva en el mar más años que el mismo Ordanis.

Los botes de motor están anclados a ambos lados de un pasillo de agua imaginario por el que entran los demás, los que son a remo puro, a vela, como este. Ordanis me habló del trabajo que pasan «los muchachos» para encontrar el petróleo y el aceite de motor, pero eso ya es otra historia.

Como esta base es más de ellos que de cualquiera, mes por mes se recogen 500 pesos por cada chalupa y mil por cada embarcación con motor. De ahí pagan a los custodios, y el resto se queda en gastos infraestructurales, como el foco que compraron hace poco.

Acaban de llegar otros pescadores y tiraron al suelo varios pescados pequeños. Dos gatos se dan banquete, en lo que Ordanis se despide. Irá a vender la captura de hoy para, luego, darse un baño.

Pasado mañana volverá aquí. Recogerá algo que le sirva de carnada –«boquerón, machuelo, camaroncito»– y meterá en su chalupa la nevera inventada, con algo de hielo. «Si el viento anda a favor», será salvado por la vela; si no: «Yo doy remo bastante».

Hará su oración, tirará los cordeles. Y «a ver qué se coge». Sea como sea, lo suyo es un oficio de fe, más que de cualquier otra cosa.

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