Son las 11:39 de un domingo. Hace un instante hubo corriente, pero, ahora, «si la planta no enciende, es un peligro». Llega ese ruido sostenido que despierta el feto de cualquier panza. Poco a poco, se une al eco de los pasos contra las paredes verdes, a algún quejido doliente, o a aquellos «¿cómo se siente?», capaces de hallar respuesta en unos ojos mudos.
Varias veces la escuché hacer esa pregunta, y no es que haya pasado con ella tanto tiempo. Rayza tiene las uñas rentes a la carne, como si se las comiera. Pero no. Tampoco sé bien si advierte el temblor de su pierna izquierda mientras lee una historia clínica. Ese: ese mismo que se hizo notar las dos veces que hablamos de la muerte.
La Unidad de Cuidados Intermedios del Hospital Salvador Allende no sabe de holguras hace tanto. Faltan muchísimos de los recursos materiales que demanda y hay demasiados espacios vacíos.
En el cuarto de los médicos, con el goteo del split en un cubo metálico, Rayza me cuenta las historias de su misión en Venezuela; de niñas que llevan su nombre después de partos que salieron bien «gracias a Dios y a todo lo que existe».
Por allá estuvo casi seis años, la mayoría en un sitio llamado San Rafael de Onoto, a más de cinco horas de Caracas. Cuando llegó al Centro de Diagnóstico Integral, recién graduada y con un diplomado en terapia intensiva que no sobrepasaba los dos meses de clases, supo que era ella la única intensivista y, como pudo, afrontó esa tremenda ida y venida de emergencias, cargando, cada tanto, unos libros que pesaban más que 20 estetoscopios juntos.
Con el dinero de la «cuenta congelada» compró la casa en la que vive hoy junto a sus hijos, su esposo, su madre de 80 y tantos años –enfermera jubilada–, y su gemelo, quien tiene «retraso mental ligero y una esquizofrenia paranoide», devenida daño orgánico.
La vocación y el certificado de Doctor en Medicina que tanto cuida –porque está firmado con «puño y letra de Fidel»– vienen de los días, junto a «mami», en el Calixto García, y de pensar en que su hermano cada vez necesitaría más de ella.
«El que me conoce sabe qué tipo de doctora soy. Me llevo bien con el médico, con el profesor, con el científico; pero me llevo mucho mejor con el camillero, con la que barre, con el que limpia…».
En el barrio, «todo el mundo» la va a ver cuando enferma, y ella suelta lo que sea para ponerse «en función de las personas». No importa que esté preparando la comida u horneando los dulces que vende en un puestecito que montó en la casa.
Ahora trae un bulto de papeles para cancelar el contrato que hizo con una mipyme, donde compraba la harina y el azúcar. Todo por eso de que los precios suben junto con el dólar. Ya después irá a la onat para ver si, aunque no genere, tiene que pagar impuestos.
Sabrá Dios en qué piensa durante el trayecto a pie de su casa al hospital, pero siempre algo la mueve a recorrer esos dos kilómetros, casi tres. Una vez allí, trata de olvidar un poco los problemas que trae encima: aquello de que no hay corriente o de que el agua no viene hace tres días. Y, aunque pocas veces lo logra, sabe que, pase lo que pase, no se puede ir abajo porque, si se asusta, si se quiebra, al resto de la sala le va peor.
Ella dice que, «cubano al fin, se inventa». Aunque la muerte no entiende de escaseces. Varios minutos al día los dedica a escribir en las historias clínicas todo lo que sucede con los pacientes. Así llena papeles diciendo que aquel tiene estos síntomas y, por procedimiento, debió recibir tal medicina, pero se le puso otra, porque de esa no había. Y eso la lleva a preguntarse: «¿Quién me protege a mí de las carencias?».
Mientras tanto, cuando se la ve desandar el hospital en busca de un trócar, o yendo al otro lado del centro para consultar a un señor que está grave, una siente un poco de alivio, continúa creyendo que siempre va a haber gente como ella, gente que siga «luchando con lo que no hay, con lo poco que tenemos».



















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Daisy T. Rivero Leon dijo:
1
22 de agosto de 2025
01:56:04
Amedd dijo:
2
22 de agosto de 2025
14:36:11
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