ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Juvenal Balán

«Ni a la justa admiración ha de tenerse miedo, porque esté de moda continua en cierta especie de hombres el desamor por lo extraordinario», alertaba José Martí. «La normalidad no gusta de los grandes», advertía Fernando Martínez Heredia.

Habrá quien, sediento de normalidades que nunca hemos conocido y dolientes de ciertos miedos al ridículo, nos manden a callar o hablar bajo, si corren los tiempos que corren y uno entiende oportuno andar con la palabra Fidel en la punta de la lengua.

Ni «normal» ni asustado, ni tan romántico como para dejarse morir por desamor, ni tan gris de pecho como para no conmoverse por canciones, recuerdos y futuros, ni indiferente; así va el pueblo de Cuba.

Quien lo dude, que camine, pero que camine de verdad; y que converse, pero que converse de verdad, no como quien va con el aguijón en busca del toro para, desde el regocijo, certificar —¡noticia!— que ante el pinchazo la sangre y el dolor se salen.

Yo he visto llorar a los borrachos, decir «papá Fidel» a un hombre sin familia y, sin habla entre los espasmos, a Anita, una delegada de 60 años con 20 en el cargo en un pueblo perdido entre las ciénagas del norte occidental.

He visto a mi delegado de Altahabana, un negro grande que se llama Alfonso, rajarse en llanto durante su rendición de cuenta tras rodar un fragmento de discurso añejo; rajarse en llanto por todo lo que queda por hacer y no hacemos, en el espacio inmediato y en el más etéreo, y por pensar en lo terrible de ser un poco menos humanos, menos buenos humanos, el día después y el que le sigue.

No hablo hoy de los que hacen malabares con su nombre; hablo de un nervio que está ahí, ni inmarcesible ni puro, pero ahí, en el espinazo de las gentes, de las extraordinarias, de las derrotadas, de las conmocionables, de las fuertes para una cosa y débiles para otras, y de pronto fuertes para todo un día y cansadas de muerte al siguiente.

Y que no se piense que uno habla de estas cosas solo para acariciarse la nostalgia e inflar el pecho y decir que tuvimos al más grande, por mucho, en la escala de largos tiempos y terrenos, lo cual tampoco es exactamente punible.

Cuando uno habla de Fidel lo hace para convocar al mejor de los futuros –y presentes– que, más que merecerlo, necesitamos, reclamamos y estamos dispuestos a hacer.

Decir Fidel es convocar tiempos, voluntades, energías, comprensiones, sensibilidades, sentidos, inteligencias en sus muchas variantes, y que además no sea por separado: que no sean los voluntariosos por acá, los optimistas por allí, los talentosos por acullá y la inteligencia selectiva y colonizada por el otro contorno.

Ha de ser expandirnos en sueños y haceres en lugar de encerrarnos en la seguridad/inseguridad de las fincas, correr todas las cercas, derrumbarlas, y pasarle por arriba a dos o tres miserias del alma.

Pero por encima de todo, conjurar a Fidel es conjurar la felicidad y la plenitud de los hombres y las mujeres en el momento irrepetible de la vida diaria, de la construcción de esa vida, porque nadie se faja ni se entrega ni abraza al otro para ser infeliz.

Conjurar a Fidel es entender que la felicidad, la que hace que los viejos mueran tranquilos y soñando aún, tan difícil ella, es una categoría política y una apuesta merecedora del todo o nada. Y para ser feliz no se puede andar en soledades ni resignarse a ellas ni predicarlas, porque la soledad también es una categoría política, con implicaciones marcadas.

Los que crean, que pongan vela y vaso de agua en los altares caseros, que no se parecen a los de iglesias para santos impolutos, porque en esos, los de la casa, no se sacraliza al muerto, sino que se le acompaña, y no se invoca la esperanza, que implica espera, sino que se ejerce la fe, que siempre va de la mano con la acción y el porvenir.

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Octavio dijo:

1

13 de agosto de 2025

02:33:33


Hermoso artículo, justo, aleccionador y poético a la vez. Felicidades periodista. Felicidades COMANDANRE EN JEFE.

Rddy Castell Ross dijo:

2

13 de agosto de 2025

10:39:37


Mi padre fue Fidel. No por título, sino por la textura de su presencia: la paciencia con que escuchaba, la mano que buscaba abrir camino cuando el camino parecía imposible, y la palabras que daban fuerza a la gente en los días de escasez. En su casa, nuestra casa "Cuba", la conversación no era un simple intercambio de ideas, sino un pacto de cercanía: un rostro que se voltea, una pregunta que invita a seguir construyendo, un abrazo que recuerda que nadie camina solo. En cada gesto, sentía la marca de un compromiso de cuidado que trascendía lo personal y se volvía horizonte común. Como amigo sincero, Fidel no hacía promesas vacías. Era el compañero que permanece en las noches difíciles, aquel que, cuando la charla se volvía larga y la madrugada parecía interminable, repetía con cadencia tranquila: “vamos a buscarlo juntos”. Su amistad no era para lucimiento, sino para sostener la esperanza cuando los días traicionaban la certeza. Si alguien dudaba, él compartía el miedo sin esconderlo, y luego devolvía la confianza, no con palabras grandilocuentes, sino con acciones consistentes: caminar la calle, unir comunidades, organizar rutas de trabajo colectivo que convertían la dificultad en aprendizaje. Martiano de convicción, su mente buscaba la dignidad en la lucha, la justicia en el esfuerzo común, y la libertad como proceso, no como llegada estática. Creía que cada paso, por pequeño que parezca, podía ser parte de una historia más grande que el yo, que la tribu de la patria. Su imaginación política no sólo soñaba futuros mejores, sino que trazaba rutas para alcanzarlos: planes que combinaban disciplina, ciencia y compromiso en acción decidida. Su martirio simbólico no era sufrimiento por sí mismo, sino testimonio de que la libertad exige entrega, estudio y organización, una tríada que hace posible lo imposible cuando la gente se une. Cristiano de acción, entendía la fe no como refugio pasivo sino como impulso activo en la vida cotidiana. Su ética no se limitaba a la oración; se traducía en obras de justicia, en el cuidado de los más vulnerables, en la reivindicación de la dignidad humana desde la vida de cada barrio y cada escuela. Su horizonte espiritual invitaba a la compasión como motor de políticas públicas: escuchar al que sufre, defender al que no tiene voz, y sostener a la familia, a la juventud y a los trabajadores con una red de solidaridad que no abandona ante la adversidad. En cada acción, la esperanza no era un encanto, sino una resolución concreta de construir un mundo más humano. En lo político, su legado parece completo cuando celebramos la unidad de la nación: no como uniformidad, sino como la fuerza que emerge de diversos yoes que se reconocen en un nosotros. Su ejemplo invita a pensar en la continuidad de un proyecto que asume el pasado, dialoga con el presente y mira hacia el futuro con la certeza de que la cultura de la innovación, la educación y la ciencia son banderas que pueden sostenerse incluso ante la tormenta. No se trata de venerar a una figura, sino de hacer vivir una visión compartida: la de una patria que aprende, que se organiza, que se cuida y que, a través de la lucha diaria, persevera. En lo personal, la figura de Fidel permanece viva cuando la gente encuentra en su lenguaje una claridad: llamar a lo esencial, no perder la claridad de propósito, y recordar que el mejor legado no es un monumento de bronce, sino un conjunto de hábitos: el compromiso con la verdad, la humildad para escuchar, la fortaleza para actuar, y el optimismo que nace de la certeza de que la justicia social es posible con trabajo colectivo

Odalis Salazar dijo:

3

13 de agosto de 2025

18:51:34


Fidel cumplió e hizo realidad los ideales de nuestros Próceres y nos entregó junto a la Generación del Moncada una Patria Libre Independiente y Soberana . Siempre le seremos fiel y defenderemos con nuestra propia vida a nuestra Patria y a nuestra Revolución Socialista . #CubaEstaFirme #GraciasXTodoFidelCastro