Yacabo arriba, Guantánamo.–«Sin abejas que polinicen, José Martí quizá no hubiera visto los árboles que vio aquí», dijo, con la vista fija en el enjambre que, frente a él, resistía las fumaradas.
Hablaba con el rostro detrás de un velo, el dorso y los brazos protegidos con enguatada y camisa, y las patas del pantalón embutidas en las botas, desde más abajo de las rodillas.
Como si no bastara todo ese andamiaje para marcar distancia entre su piel de aprendiz y los aguijones de las abejas, el pequeño, cuya voz al visitante le pareció familiar, mantuvo el índice encima del ahumador, y a modo de prueba, lanzó andanadas humeantes.
A unos 500 metros más abajo de la José de la Luz y Caballero, la escuelita multígrado de Yacabo Arriba, intrincada comunidad al noreste de la Sierra de Imías, se localiza el apiario. Poco antes de las tres y media de la tarde, allí estaban «el quisquilloso» y su padre.
Eran el centro de 60 colmenas en las que habitan cientos de miles de abejas, invariablemente dispuestas a proteger, con fieros aguijonazos, la miel que les sustraen los humanos.
Tan menuda es la estampa del confeso devoto de las abejas, que despertó una distraída curiosidad en el visitante, quien pagó, con dolor y roncha en la piel, la imprudencia de haber cruzado la «línea roja» que esos prodigiosos animalitos imponen a los intrusos.
–¿Qué edad tienes?
–Diez años –respondió el muchacho–. Y su voz de nuevo parecía familiar. «Mire, pa' cortar un árbol de por aquí, hay que pensarlo antes», dijo con severidad.
–«¿Y por qué habría de pensarlo antes de cortar el árbol?».
–Porque, según la mata que sea, si la tumba, puede dejar sin comida a una colmena entera, y ahuyentarla. Se van, o se enferman y mueren.
«De las floraciones en los distintos meses depende la miel», sostuvo, y empezó a detallar los perfiles del delicioso néctar, de acuerdo con la estación del año y según los «donantes»: guárano, mango, piñón florido, maguey…
«Riquísima la miel del mango –dice–. El bejuco indio la da todavía más sabrosa y de mejor calidad. La de la flor de campanilla, en diciembre, es muy buena, abundante y espesa; la de maguey no tiene el mismo sabor, pero, sí, rinde bien».
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«Si el enjambre se va, es por descuido» –continuó la disertación.
–¿Descuido como cuál?
–Como los que le decía. Por ejemplo, si uno no cuida los árboles que echan flores que dan miel, si no limpia la colmena o no la vela para saber cuándo hay que formar nuevas, y tener preparadas casillas vacías que aumenten los enjambres.
«Es como en la familia: si los hijos se hacen grandes y se casan y tienen más hijos; entonces ya no caben en una casa, y tienen que hacer una nueva, y tener su reina y sus zánganos.
–Y parece que es aquí donde las abejas tienen su príncipe –dice el que lo escucha.
Entonces el muchacho, como quien procura una explicación, busca los ojos del padre, que hace un gesto de fingida ignorancia y sonríe sin decir palabra. La plática se reanuda.
–Parece que tú de las abejas lo sabes todo.
–Eso quisiera. Pero, ¡quéee va! –se queja–, ¿cuántas abejas viven en una colmena?, ¿cuántas horas al día trabajan?, ¿qué cantidad de miel recogen?, ¿cuántos kilómetros vuelan? Yo quiero saberlo. Y acá –señalando con un dedo al padre– no me lo dice.
«Lo averiguaré cuando tenga tiempo», le recuerda Carlos Díaz, el papá, uno de los cerca de 160 apicultores del Alto Oriente. Carlos tiene 52 años de edad y 31 de experiencia en la apicultura, y es productor de avanzada.
«De colmenas quiere saberlo todo este niño –comenta el hombre–; en realidad conoce bastante, y se divierte cuando está en el apiario. Yo creo que las abejas a él lo conocen, porque, ¡óigame, no lo pican! Y fíjese que ahora mismo está aquí sin guantes».
–¿Y en la escuela qué tal?
–Excelente –se jacta Carlos–, curioso y quisquilloso como mismo lo es con el tema de las abejas. Está en quinto grado; quejas no tenemos de él, alegrías sí, muchas y a cada rato.
–¿Y cuál es el nombre del niño? –llega la retardada pregunta.
–«¡Pero… –reacciona sorprendido el pequeño–, si se lo dije yo mismo hoy!: Cadiet Calet Díaz Nápoles… Espere un momento», invita, alejándose del apiario. Entonces se quita el velo, y es la misma mirada vivaz, vista cuatro horas antes en la escuelita primaria de este apartado sitio. Por segunda vez nos encontrábamos ese viernes.
En la primera fila, desde un pupitre, al filo del mediodía, enfocados los ojos en su maestra, y él en el foco de los otros en el aula, recordaba a José Martí.
«Cuando vino a liberar a la patria, caminó por aquí con Máximo Gómez. Le dieron miel de abeja en catauro; lo escribió en su diario, y vio árboles por todo esto, dijo que el paisaje era muy bonito».
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