
¡Y qué hombre tan sabio aquel cuya imagen de andante caballero hace que nos quitemos el sombrero ante él! Bastaría conocerlo, verlo caminar, expresarse, saludar; bastaría un solo encuentro con un ser iluminado como Roberto Fernández Retamar para, inmediatamente, sentirlo tan cercano como un viejo conocido al que nos unen lazos de hermandad.
Así podemos sentir al Caliban de la emancipación, al ser humano pegado a su tierra, al hombre que sintió y vio con entrañas de humanidad, y que supo cumplir su deber yendo a José Martí.
Su imagen inspira respeto. Hay en Retamar una conexión misteriosa con la educación, que aun sirviéndose de ella para extender y compartir saberes, se sirve de la poética de su ser para mostrarse libre.
No es ya la educación de superficies, de modelos de pasarela, de exquisiteces conceptuales y extremismos metodológicos; brota una educación de carne y hueso; como somos los seres humanos, una educación emancipada y al mismo tiempo emancipadora.
Se trata de un poeta que ha interpretado leyes universales y asume una concepción de la vida y del mundo desde la más autóctona filosofía. Rompió con los cánones positivistas y almidonados de las tesis esgrimidas por dominadores y falsos profetas, para quienes solo hay vida aceptable y reconocida en las vetustas tierras europeas o en las norteñas americanas.
¿De dónde venimos?, ¿quiénes y qué somos? ¿Acaso somos la barbarie inculta y destinada, por mandatos divinos o caprichos egoístas del hombre, a ser dominados, a despojarnos de lo nuestro y enriquecer los caudales occidentales?
El mundo de hoy, este tiempo que vivimos, sigue padeciendo de un dilema que se vuelve urgencia para entender que no hemos alcanzado, en los pueblos que históricamente han padecido de estas hegemónicas posturas, la verdadera independencia; y para entonces continuar la lucha por alcanzarla.
De la estirpe martiana brota el pensamiento de Retamar; él entendió, como pocos, el verdadero dilema y supo explicarlo con naturalidad y altura intelectual. Su esencia martiana y, por ende electiva, como nuestra filosofía, le permitieron integrar los conocimientos para arribar a la verdad que nos define e identifica como pueblos de la parte de América a la que sabiamente Martí llamó Nuestra América.
No había tal contradicción entre civilización y barbarie, cómo haberla sobre la base del desconocimiento y desprecio por parte de colonizadores europeos de las civilizaciones y culturas de nuestra América (y ello puede extenderse a las de África y Asia).
Conocer nuestra historia, vivir y sudar la calentura de nuestros pueblos, defender la cultura que nos forjó y que está en nosotros; eso es romper con los eslabones de la cadena opresora, es liberarnos, es ser nosotros mismos. Por eso no podía haber contradicción en el par civilización y barbarie; no bajo equivocadas concepciones de ambos términos. Entonces, como señala Martí en su ensayo Nuestra América: «éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España...».
Éramos llamados bárbaros; y, ¿quiénes nos obligaron a morir o a vivir para ellos?: los elegidos de la real civilización que siempre han querido imponer. Contradicción sí existía, pero entre el falso erudito y la real naturaleza del hombre americano; del indio, del negro, del campesino, del creador de su propia existencia y supervivencia.
Ese era Caliban; el autóctono, el original, el de las entrañas de la tierra o de la porción de humanidad en la que nacimos y en la que estamos y vemos más cerca. Pero Caliban despertó, luchó y venció; y a Caliban lo acompañó o lo desconoció el intelectual que asumiría o la postura del hombre natural o la del falso erudito; este último, ¿a quién apoyaría desde su intelecto y capacidad?: al próspero dominador, al aldeano vanidoso o al colonizador foráneo que aspira y quiere ser dueño de las tierras nuestras, de las dolorosas y sufridas tierras nuestramericanas.
Ese intelectual, el Ariel de Rodó, adquiere una dimensión diferente en la cosmovisión del Retamar intelectual, del hombre de pensamiento, del revolucionario. Su óptica lo llevó a sentir los clamores de su pueblo, de los pueblos originarios del mundo (por eso sintió con entrañas de humanidad). Era (y es) un intelectual que comprendió cuál era su papel en la construcción del socialismo cubano, que no fue extremista, que no se detuvo en absurdos planteos teoricistas, él se despojó de lo superficial y supo descifrar los enigmas de la verdadera existencia humana.
Su poesía es inquietante y reflexiva; es equilibrada y al mismo tiempo, llameante. Tiene fuerza telúrica la poética de Retamar; como también su prosa, y su palabra ensayística que se muestra imponente con una capacidad de atracción que va moldeando una obra que no marca un final porque está en constante movimiento, y es dialéctica por naturaleza, por sí sola revoluciona.
Volver sobre su monumental obra nos hará comprender su cosmovisón, la del Ariel con entrañas de Caliban. Una cosmovisión de alto vuelo ético y estético, en una obra eminentemente descolonizadora, por su identificación con la obra del Maestro y la praxis revolucionaria de su mejor discípulo: Fidel Castro, quien atribuyó al gran pensador, como dijo el propio Retamar, la paternidad de la más auténtica y creadora Revolución del continente americano.
Para Retamar fue Martí la fuente original, yendo a su obra nos damos cuenta de cómo lo entendió, comprendió y, para bien de todos, cómo fue y es capaz de traérnoslo al presente.
Las palabras de un joven de la talla política, ética e intelectual de Pablo de la Torriente Brau, en referencia a Antonio Guiteras y Carlos Aponte, nos trae la siguiente valoración:
«Ningún héroe es verdadero si no es más grande en la muerte que en la vida. Si no queda más vivo que nunca después de su muerte. Si no es capaz de engendrar alientos en los que no lo conocieron sino por la leyenda, que es la única historia de los héroes verdaderos».
Estos héroes verdaderos se siembran en la tierra que los acoge y como es tierra fértil y ellos son también el abono mejor, se logra una fusión reveladora del ser humano que necesitamos cultivar, formar, educar para la vida.
El ser humano que se identifica con su porción de humanidad y es consecuente con su propia historia, hace suyo el pensamiento y se dispone a transformar lo que le rodea, a hacer revolución, no cambiando por cambiar; el acto de hacerlo por sí solo no es revolucionario; este precisa de una cualidad que emana de esas esencias que se sostienen en la cosmovisión retamartiana: el cambio se asume críticamente desde una conciencia que rompa con los designios del dominador, del colonizador, de los que tienen el poder hegemónico en sus manos.
El cambio revolucionario es consustancial al bienestar de los que, como Caliban, luchan por la vida. Aquella elección martiana que es también la de Fidel, la de un intelectual revolucionario como Retamar; de echar su suerte con los pobres de la Tierra, deviene premisa fundamental para la transformación revolucionaria, que es tanto material como espiritual.
De ahí la necesidad, en esta hora que vivimos, de seguir forjando una verdadera intelectualidad revolucionaria. En su disertación ofrecida en la Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo en 2003, titulada Martí en su siglo y en los siglos, expresó al concluir:
«Malos tiempos son estos, según suelen serlo los del ocaso de un imperio, los del fin no de la historia, pero sí de una era. De no ocurrir ese fin, ¿cómo podría nacer otra era? Pero por arduos que sean, estos tiempos no descorazonarán a los auténticos seguidores de Martí, entre los que queremos contarnos».
Hagamos nuestras las palabras que él citara al concluir su prodigiosa crónica sobre los mártires obreros de Chicago en 1887, la cual reveló un enérgico giro en su pensamiento: «Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin el mundo ordenado conforme a la justicia; seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!».
Nos hace falta hoy Retamar, su roca de crear está más firme que nunca, y él sentado sobre ella, en Casa de las Américas, espera porque seamos capaces de asumir su sobrevida con espíritu propio y pensamiento crítico.
A 95 años de su natalicio, su cosmovisión continúa siendo un asidero intelectual revolucionario para este y todos los tiempos.
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