No imaginaron los soldados españoles que pretendieron borrar su impronta desapareciendo su cadáver, que, a 152 años del desafortunado 11 de mayo de 1873, Ignacio Agramonte, El Mayor, seguiría inspirando a un pueblo patriota y orgulloso de serlo.

La muerte llegó temprano para él. Tenía solo 31 años cuando una bala enemiga le entró por la sien y acabó con su vida de forma inmediata, en un combate en el que las cosas no salieron como las había planificado el Jefe mambí. Los españoles no cayeron en la provocación de la caballería cubana, y una compañía enemiga que penetró por el centro del potrero le tiró a matar, y lo alcanzó.
Pero Agramonte ya era demasiado grande como para quedar en Potreros de Jimaguayú. Los intentos desesperados de los soldados del Rey, por desaparecer el símbolo que seguía siendo, aun después de muerto, no surtieron efecto alguno. Nunca entendieron que era más que un cadáver profanado o las cenizas en las que lo dijeron convertir.
Con solo 26 años, El Mayor se incorporó a la lucha; salvó la Revolución en la Reunión de Las Minas; hizo proezas como la que inspiró a Rubén Martínez Villena a escribir estos versos sobre El rescate de Sanguily: «ordenando una carga de locura/ marchó con sus leones al rescate/¡y se llevó al cautivo en la montura!».
Agramonte redactó junto a Zambrana, la Constitución para una Cuba que en la manigua ya aspiraba a ser República. Organizó, preparó y disciplinó a la temida caballería camagüeyana, que libró combates contra fuerzas superiores en hombres y armas, y venció. Nos enseñó que, por complicada que esté la situación, «con la vergüenza» hay que seguir luchando por un país mejor.
«Un hombre de hierro», «La mejor figura de la revolución», «Heroico hijo», «Diamante con alma de beso», «Paladín de la vergüenza», «Salvador de la revolución», «Coloso genio militar», fueron algunos de los calificativos que mereció por su actitud en el combate, por su convicción irrenunciable de que Cuba debía arrebatarle su libertad a España por la fuerza de las armas.
Nadie duda a estas alturas que lo sucedido en Jimaguayú, aquel aciago 11 de mayo, fue un duro golpe para la lucha; incluso, algunos historiadores están convencidos de que Agramonte no hubiera permitido acontecimientos que se dieron en los años sucesivos a su muerte, o los habría conducido de una manera diferente.
Además de ser un excepcional soldado de la Patria, Ignacio, como afirmó Martí, «amó locamente» a su «idolatrada Amalia», en un amor que se yergue como un símbolo hasta nuestros días. Juntos le dieron vida a la leyenda del Idilio que las tropas españolas jamás pudieron localizar, y construyeron en la manigua redentora la familia Agramonte-Simoni.
Ha pasado ya más de un siglo de su muerte pero, El Mayor, sigue cabalgando porque, como dijera Silvio en su canción, a la distancia de los años, resucita. Lo hace en cada hombre y cada mujer de este pueblo que defiende la soberanía y la independencia de Cuba, sin importar cuánto haya que sacrificar o lo difícil del momento; resucita en los jóvenes que por estas jornadas reeditaron su ruta. Agramonte revive, todos los días, entre aquellos que, orgullosos, se reconocen como agramontinos.
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