Hay que buscar, hasta en el síntoma social aparentemente más nimio, el aliento para el siguiente paso.
Hay que buscar… y que nadie se asuste o se fatigue antes de tiempo, cuando escuche la palabra. Si se quiere, podríamos decir que hay que mirar, aprender a hacerlo, no como una tarea puntual y finita, no como quien se asoma y punto, sino como el modo de vida que debe ser andar siempre olfateando la esperanza.
Andar siempre olfateando la esperanza…; pero cuál o para qué. La esperanza, cuando es tal, siempre va fértil. La esperanza es todo lo que huela a fruto futuro, a sonrisa en proceso, a abrazo multiplicado y enriquecido.
¿Para qué? Para acompañarla, para ayudarla a ser y a que, en el proceso, ella también nos reconstruya y nos reproduzca, porque la esperanza siempre tendrá la suerte en querella, en amenaza; y si se deja sola no se muere, la muy terca no se sabe morir, pero se marchita…
En la soledad, en el cansancio, en los ojos por el suelo, en la desesperación de la precariedad…, en medio de todo eso, conviven otras tantas cosas, muchas veces solapadas, que son semillas de los árboles y bosques por venir.
Ninguna semilla es huérfana. Por cada una hay múltiples acumulados de la memoria, y la memoria hace falta. No para construir el reino de las nostalgias, sino para irse por encima de todo lo bueno y lo no tan bueno que se ha hecho.
Lo que está por hacer, por inventarse, no se parece a nada, probablemente ni siquiera a lo que imaginamos, y ahí hay una magia que también habrá que defender…
Defender el valor político, humano en toda su potencia, de la incertidumbre, del nuevo bosque que habrá que plantar, y del que no sabemos cómo serán sus hojas o la altura de sus tallos, o las criaturas que lo pueblen o lo invadan, o lo defiendan.
El nuevo bosque del que apenas se tiene en las manos millones de semillas, solo semillas, hechas de memoria, de golpes y besos, de cotidianidad y de esperanza.
Y hay que buscar esas semillas para cultivarlas: qué tienen en la cabeza esos maestros locos que pagan para ir a trabajar más de lo que recibirán por ese trabajo; que le ve ese chama, tantas veces defenestrado y quitado del camino, a ser delegado del barrio, pintar de colores los muros y convertir basureros en parques infantiles; qué le sabe el poeta a la poesía, que no da de comer y así y todo la sigue pariendo; ¿qué tiene la gente que, en medio de mucho y sin tiempo para nada, sigue queriendo y recordando?
Mario Benedetti se preguntó una vez por qué cantamos, y sus respuestas «provincianas del sur» se convirtieron en universales:
Por el niño y porque todo y porque algún futuro y porque el pueblo […], porque el grito no es bastante y no es bastante el llanto ni la bronca, porque creemos en la gente y porque venceremos la derrota, porque el sol nos reconoce y porque el campo huele a primavera, cantamos porque llueve sobre el surco y somos militantes de la vida y porque no podemos ni queremos… dejar que la canción se haga ceniza.
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