El 24 de septiembre de 1895, el General Antonio Maceo ascendió a José Miró Argenter a General de Brigada. El día 22 del siguiente mes, Miró partió con la columna invasora comandada por el Titán de Bronce, como jefe de su Estado Mayor.
En los combates, protagonizó audaces y constantes actos en los que peligraba su vida. Fue tal el valor demostrado en Mal Tiempo, que Gómez lo premió con el ascenso a General de División, el 15 de diciembre de ese año.
En uno de los combates de Loma de Tapia, Pinar del Río, se arriesgaba tanto cargando contra el enemigo, que Maceo le ordenó retirarse; pero él hacía caso omiso. Fuera de sí, el General Antonio envió al coronel González Clavel a arrestarlo y, terminada la acción, le escribió:
«Mi querido Miró: todavía me tiene usted enfermo por sus imprudencias en el combate; para probar su valor desmedido, no es necesario que cometa esas barbaridades; le quiero y lo necesito, y sentiría mucho verlo caer sin gloria».
A pesar de ser de los primeros en lanzarse al combate, durante la invasión y la campaña de Pinar del Río no recibió herida alguna. Refiriéndose a ese detalle, Maceo, en carta al Coronel Federico Pérez Carbó expresó: «Miró está enfermo porque aún no tiene ninguna herida; esto lo hace sufrir».
Caracterizado por el Brigadier Bernabé Boza, jefe del Estado Mayor de Máximo Gómez, como «(…) catalán criollo, nervioso y exagerado hasta el colmo de la exageración, pero delicado y pundonoroso hasta el heroísmo…», sentía por Antonio Maceo inmensa devoción. Sobre este particular, el Coronel Manuel Piedra Martel, compañero de ambos durante la invasión, lo calificó como «(…) un apasionado de Maceo. No había en ello ni simulación ni cálculo de medio: su devoción era sincera y desinteresada (...)».
El Lugarteniente General del Ejército Libertador sentía especial cariño por él, y no quería que se expusiera en las acciones. Pero el bravo catalán imponía siempre su voluntad.
La muerte del General Antonio, en San Pedro, Punta Brava, lo abatió de tal forma que le pareció llegado el fin de la guerra. Piedra Martel, testigo presencial del suceso, único en que Miró resultó herido en el transcurso de toda la epopeya, refirió:
«Miró no solo estaba herido físicamente, sino aniquilado en lo moral. Su afecto por el hombre que acababa de sucumbir alcanzaba los límites de la adoración, y en el héroe desaparecido había vinculado, con la victoria en el campo de batalla, los destinos de Cuba».
Tras la tragedia de San Pedro, Miró escribió a Perfecto Lacoste, presidente de la Junta Revolucionaria de La Habana:
San Pedro (Habana) 8 de diciembre de 1896.
Mi estimado amigo: En un combate que libramos ayer en San Pedro cayó para siempre nuestro ilustre caudillo el general Maceo. No tengo frases con que expresar el dolor. He llorado mucho sobre su cadáver y al darle hoy el último adiós junto a la fosa abierta, parecíame que todo vacilaba y se hundía, desde mi existencia hasta la santa causa de la redención de Cuba.

...
¡Qué triunfo para los españoles!
Yo he empapado mi pañuelo en la sangre de mi querido General para que me sirva de estímulo si alguna vez me sintiere débil.
Miró.
Con la pesadumbre del que sufre una pérdida irreparable, se trasladó a Camagüey, para entrevistarse primero con Gómez y luego con el Gobierno; después pasó al Departamento Oriental, bajo las órdenes directas del presidente de la República de Cuba en Armas, Bartolomé Masó. El 2 de agosto de 1898, se licenció en Santa Cruz del Sur.
Terminada la guerra, cambió el machete por la pluma y comenzó a combatir al Gobierno interventor estadounidense. En Manzanillo fundó y dirigió el periódico La Democracia. Trasladado a San Luis, se convirtió en redactor principal de El Cubano Libre. Los artículos publicados en él le valieron la enemistad del ocupante yanqui que, como «premio» a sus méritos e historia, lo nombró inspector de montes en Isla de Pinos, lo cual no era otra cosa que una enmascarada deportación política.
Establecido en La Habana, el 20 de diciembre de 1900 le nació su segundo hijo, a quien puso por nombre Antonio Maceo; tal era su veneración por el desaparecido héroe. En 1902, nació el tercero y último, que llevó su nombre.
Fue vocal de la comisión liquidadora de los haberes de los miembros del disuelto Ejército Libertador, junto con Máximo Gómez y José María Rodríguez, Mayía. Posteriormente, fue jefe del Archivo del Ejército Libertador, y miembro de la Academia de la Historia.
Escribió varios libros, entre los cuales sobresalen Crónicas de la guerra, inspirado canto de gesta; la novela Salvador Roca, de marcado carácter antimperialista, y el drama titulado El pacífico. Fundó, además, la revista Vida Militar, y elaboró artículos y crónicas para La Discusión. Dejó inédita la historia de los gobiernos de la República hasta el cese del mandato de Mario García Menocal, advirtiendo que quizá sus hijos la dieran a la publicidad tras su muerte.
El 20 de mayo de 1916, el presidente Mario García Menocal inauguró el monumento a Maceo, en el malecón habanero, correspondiendo a Miró, su principal promotor, el honor de pronunciar el discurso central.
El 9 de mayo de 1920 murió su esposa, Luz Cardona, golpe al cual se sumó el deceso de su hijo Antonio Maceo, el 26 de febrero de 1923. Entristecido, dejó de salir a la calle.
Transcurridos dos años, el 25 de marzo, sufrió una fractura de cadera que le postró. Poco después, un infarto del miocardio lo colocó al borde de la muerte; pero la esmerada atención del médico Eduardo Porrapita le alargó la vida por varios días. A las 11 de la mañana del 2 de mayo de 1925, se reanimó un poco y, como si alguien le llamara, gritó: «iVoy...! ¡Voy...! iVoy...!». Fueron esas sus últimas palabras. A las 11:45 de ese día falleció, rodeado por sus hijos Remedios y José, y su nieta Yolanda.
Cuba perdía a uno de los más apasionados cantores de la gesta gloriosa del 95.
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