
Hasta cumplir 40 años, mi madre solo pudo salir una vez de aquellos quintos infiernos, donde nació. Fue en 1945, cuando parió a mi hermana Arminda en una clínica de Ciego de Ávila: «milagro» posible gracias a la «generosidad» de cierto político de turno, quien a cambio exigió todas las cédulas electorales de la familia. Favor por favor: todo muy «democrático».
Yo no tuve la posibilidad de mi hermana y, 14 años después, fui recibido por una comadrona en medio del monte, a más de 30 kilómetros del hospital más cercano. Decir que me dieron a luz es casi un sarcasmo. Llegué al mundo en una oscura medianoche de diciembre, bajo el temblor de una frágil lámpara de keroseno.
Nací con la mitad del rostro y el cuerpo inflamados: luego supe que era hidropesía. El curandero recetó unos emplastos y ciertos rezos, y, ciertamente, fui afortunado. En aquellos campos no eran pocos los que morían de enfermedades mucho menos peligrosas.
Mi padre, que sí había recorrido mundo: si por casualidad formaban parte del mundo los rincones, donde antes vivió o buscó empleo ocasional; muy bien sabía que por toda Cuba era aquella la dura realidad del campesino. Por eso, un día de 1957, cuando cierto amigo le dio a leer el Programa del Moncada escrito por Fidel, no lo pensó dos veces para incorporarse al Movimiento 26 de Julio.
Aquel alegato reflejaba sus propios dolores. Había sido testigo de esa inmensa mayoría de pequeños agricultores, que pagaban renta, y sufrían perenne amenaza de desalojo. De los niños devorados por los parásitos, el desempleo crónico y el analfabetismo. De las familias hacinadas en bohíos o barracones, sin luz eléctrica ni letrina sanitaria, con sus pisos de tierra y el hambre de cada día.
Era esa la Cuba profunda, que no aparecía en las postales o las guías turísticas, y que Fidel denunciaba con claridad meridiana en su manifiesto. Hoy cierta propaganda se empeña en decir que aquella Cuba era una «tacita de oro»; y, ciertamente, lo era para las compañías extranjeras dueñas de las mejores tierras del país; los latifundistas, que pagaban jornales de miseria, o los casatenientes, cuyos alquileres exprimían al máximo los precarios bolsillos. Desde luego, no lo era para la inmensa mayoría del pueblo, y por eso hubo una Revolución verdaderamente popular.

Mientras escribía este artículo, llamé por teléfono a mi primo Víctor, hoy chef internacional de cocina; compinche de correrías descalzos por aquellos montes de la infancia. Me ayudó a pasar revista de cuántos de nuestra generación hoy son licenciados, ingenieros o médicos. La cuenta dio 44.
Algunas veces escucho decir que no debimos irnos a estudiar, sino quedarnos a doblar espaldas bajo el implacable sol del mediodía. Comprendo lo necesario de producir alimentos: es asunto de máxima prioridad; pero igual esas personas no parecen entender nuestras experiencias de dolor. Los cambios realizados por la Revolución fueron tan radicales en cuanto a oportunidades y nivel de vida del campesino, que hoy a algunos les cuesta imaginar que una vez existió ese infierno. Ciertamente, hay que producir alimentos, pero no a cuenta de regresar a un pasado, donde quienes los producían apenas podían comerlos.
La segunda vez que mi madre traspasó las fronteras de Taguasco, fue a mediados de los 60 del siglo pasado, en un viaje a la playa de Caibarién. Ya para entonces vivíamos en el pueblo y las personas humildes no lo eran tanto, pues podían darse el lujo de organizar ese tipo de excursiones. Solía contar mi padre que, mientras regresaban en aquel ómnibus repleto de vecinos, de repente mi madre le dijo: ¡Cómo me ha crecido Cuba! A lo que mi padre, con esa mirada irónica, que le era tan característica, le respondió: ¡Cierto, y lo que aún falta por ver!



















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Taba dijo:
1
17 de mayo de 2021
09:23:36
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